Tengo que reconocer que en un primer momento me parecieron escasas las palabras que León XIV dirigió al millón de jóvenes, en la tarde del sábado, en Tor Vergata, y que más de uno saldría decepcionado del encuentro.

Me equivocaba. Se me habían olvidado dos cosas: que no era una Jornada Mundial de la Juventud sino el jubileo de los jóvenes y, la más importante, que la clave no estaba en los mensajes de León XIV sino en la acción del Espíritu Santo en cada uno de los presentes.

Por eso, el momento culmen de la vigilia fue la oración ante Jesús Sacramentado. Oración personal y en silencio, sólo interrumpido en ocasiones por el coro, que impresionó, tanto a los presentes como a los que lo vimos por televisión.

Sí, el hombre necesita silencio, exterior y, sobre todo, interior, no como terapia a la contaminación acústica -ahora todo es contaminación- sino para poder escuchar a Dios, que nos habla en susurros. No les quepa la menor duda: el demonio provoca todo el ruido posible, a nuestro alrededor y dentro de nosotros, para que no escuchemos la voz del Espíritu Santo, que nos dice, con claridad meridiana, cuál es la voluntad de Dios para nosotros.

El silencio que vimos en Tor Vergata, además de impresionar a propios y extraños, nos llena de esperanza: Dios le habló a cada jóven y le mostró el camino. Esa fue la clave del encuentro y la gran enseñanza que nos deja, ahora que muchos comienzan sus vacaciones: entre comidas, tertulias infinitas y partidas de mus, encontrar un momento de silencio, preferiblemente ante el sagrario, para escuchar lo que Dios, que nos ama con locura y sólo quiere nuestra felicidad, tiene que decirnos a cada uno.