Sr. Director:

Un buen método para medir la calidad de las personas consiste en observar su grado de aceptación de las modas. A mayor rapidez y embeleso en esa adaptación, peor nivel. La incesante frecuencia con la que se suceden hoy las innovaciones estéticas o de comportamiento permiten detectar a multitudes que mudan su aspecto cada dos por tres. En el asunto capilar, por ejemplo, son muy visibles estos cambios, que van desde las barbas de chivo al rapado integral en cuestión de semanas.

Que esto suceda en unos tiempos en que no encuentras a nadie que no tenga su máster en algo, da que pensar. Aparte del déficit formativo de la enseñanza actual, centrada en la pura instrucción y en la ausencia de valores -algo que ya predijo C.S. Lewis que solo generaba demonios inteligentes-, está la presión extraordinaria de un mercado que precisa de esas víctimas propiciatorias para su crecimiento, convirtiéndolas en sus muñecos de trapo. El resultado es un tropel de ciudadanos sin demasiado criterio que abrazan las novedades de inmediato, sean del tipo que sean, como si son de ninguno.

A este sombrío panorama cabe añadir la acentuada tendencia de considerar a lo tradicional o clásico como demodé, arcaico o rancio. Esto conduce a algo bastante más profundo y delicado, que ya padecemos en Occidente, y que guarda relación directa con la preferencia hacia el cambio por el cambio, en lugar de la conservación de lo que merece la pena ser conservado, que es lo que por cierto tratamos de hacer cada uno en nuestras casas.