Sr. Director:
Este 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes en el santoral católico, se cumplen doce años de la aprobación de la ley más injusta y perversa, de las aprobadas en España, y posiblemente en el mundo occidental en lo que va de siglo XXI.
Una ley que ha conducido a la detención ilegal y al procesamiento, a lo largo de estos doce años de más de un millón ochocientos mil varones.
Más del 15% del total de reclusos en las cárceles españolas lo son por aplicación de la Ley de Violencia de Género. Una norma que ha batido todos los récords de recursos de inconstitucionalidad -promovidos por jueces cuando se han visto obligados a aplicarla- hace ya mucho tiempo que se sobrepasaron los dos centenares; una norma que todos los juristas españoles de reconocido prestigio han afirmado que viola el derecho constitucional a la igualdad, el derecho a la presunción de inocencia, a la dignidad de la persona y a la tutela judicial efectiva, y muchas cuestiones más; cuestiones que a pesar del tiempo transcurrido, salvo los damnificados, sus familiares y amigos; la mayoría de la población española sigue ignorando, o ¿tal vez la mayoría de los españoles desea seguir ignorándolo?, y en tal caso, algo realmente grave, gravísimo está ocurriendo en España.
Estoy hablando de un ámbito en el que aquello de la corrupción, de la que tanto nos hablan los medios de información, un día sí, y el otro también, es lo más común, y para lo cual es imprescindible la entusiasta colaboración de jueces, fiscales, secretarios judiciales, abogados, forenses, psicólogos, "asociaciones de mujeres generosamente subvencionadas", y un largo etc. que obtiene pingües beneficios del sufrimiento ajeno, principalmente de cientos de miles de varones, de sus hijos, de sus familias extensas; ya digo, un verdadero genocidio, crímenes de lesa humanidad.
La definición de crimen contra la humanidad, o crimen de "lesa humanidad", está recogida en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, y comprende las conductas tipificadas como asesinato, exterminio, apartheid, deportación o desplazamiento forzoso, tortura, violación, prostitución forzada, esclavitud sexual, esterilización forzada y encarcelación o persecución por motivos políticos, religiosos, ideológicos, raciales, étnicos, de orientación sexual u otros definidos expresamente, desaparición forzada, secuestro o cualquier acto inhumano que cause graves sufrimientos o atente contra la salud mental o física de quien los sufre, siempre que dichas conductas se cometan como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque…
Ni que decir tiene que en algún momento habrá que solicitar, o mejor dicho exigir, que se cree un tribunal como el de Núremberg tras la segunda guerra mundial, para juzgar las responsabilidades de todos los implicados, empezando por los diputados y senadores que dieron su voto afirmativo a semejante canallada a finales de diciembre de 2004…
En España una de cada cuatro separaciones matrimoniales, o "de pareja", va acompañada de denuncia por «malos tratos», y en las que no, la amenaza de denuncia suele estar presente.
Según la legislación aprobada por el parlamento español hace doce años, relativa a separaciones, divorcios, relaciones interpersonales, de pareja, etc. los varones españoles nacen "culpables" (algo así como el pecado original del que hablan los católicos) y se les somete a una sistemática discriminación en sus derechos esenciales, discriminación amparada en la denominada «perspectiva de género». Un nuevo fundamentalismo fanático, violento, el feminismo «de género» aliado con el poder político, está en el origen de todo ello, y el retroceso al que asistimos respecto de derechos fundamentales no tiene comparación posible en nuestro entorno cultural.
En junio de 2005 entraba en vigor en España la Ley Orgánica 1/2004, denominada «Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género», —más conocida como Ley de Violencia de Género—, tras los preceptivos seis meses desde su publicación en el Boletín Oficial del Estado. Una Ley sin precedentes en nuestro entorno democrático occidental, que legalizaba el linchamiento, la vejación sistemática, el escarnio y la condena de los varones, «por el hecho de serlo», en el ámbito de la pareja. Una terrible e injusta ley que impone penas distintas a hombres y mujeres por los mismos hechos, obviamente más duras y severas a los primeros que a las segundas; una ley en la que está implícita la presunción de culpabilidad para los varones españoles.
La Ley de Violencia de Género ha creado unos tribunales de excepción, encargados de juzgar -exclusivamente- a los hombres que son denunciados por las mujeres.
Estamos hablando de una ley que determina que en la práctica, todo, o casi todo es calificable como delito de «maltrato», si el sujeto activo es varón; y más desde que el Congreso de los Diputados en la actual legislatura, a propuesta del grupo "podemos", aprobó su ampliación a cualquier circunstancia y en cualquier contexto en el que una mujer sea supuestamente maltratada por un hombre, aunque no haya ninguna clase de relación sentimental…
Todo al fin y al cabo es calificable como delito de «maltrato», pues la perversa y sexista ley invierte la carga de la prueba, y presupone la culpabilidad masculina; cuando un varón es acusado estará siempre obligado a demostrar, si es que puede (lo cual no es nada fácil, por no decir imposible), su inocencia; mientras tanto será considerado culpable.
Pero, es más, la LVIOGEN es una ley que además de injusta, no ha acabado resolviendo nada, todo lo contrario ha acabado causando más y mayores problemas que los que supuestamente pretendía resolver, y está originando ingentes dosis tanto de desdicha privada —de dolor— como de desdicha pública: injusticia.
La LVIOGEN, ley de "violencia de género" de 28 de diciembre de 2004 es una ley que culmina el largo proceso de discriminación masculina «por cuestión de sexo» promovido por el fundamentalismo feminista en nuestro país. Porque hoy, para el aparato del Estado, el varón es un ciudadano de segunda en muchos aspectos de su vida. Hasta el extremo de negársele la propia condición de ciudadano, con la supresión de derechos fundamentales, como el derecho a la igualdad de trato o a la presunción de inocencia.
La primera cuestión de inconstitucionalidad a la Ley de Violencia de Género (de las más de 200 que se llegaron a presentar, algo único en la historia de la democracia española) la planteó en julio de 2005 una mujer, la magistrada de Murcia, María Pozas, al verse en la situación de tener que mandar a un hombre a la cárcel tras discutir con su esposa. La magistrada afirmaba que la imposición de penas distintas en función del sexo del agresor es clarísimamente inconstitucional, sin duda de ningún tipo, porque genera una situación de desigualdad penal por el mero hecho de ser hombre…
También los Fiscales de Violencia Doméstica fueron muy críticos con la norma, afirmando que en la «Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género» no debería incluir ninguna mención a la denominada «discriminación positiva» (…) por entender que ello implica la violación del art. 14 de nuestra Constitución: ya que la perversa ley, ante un mismo comportamiento, el hombre comete un delito y la mujer una falta (amenazas y coacciones) o, de ser delito para ambos (en los demás supuestos), al hombre se le impondrá un mayor castigo, lo que constituye una clara discriminación por razón de sexo, y una vuelta al derecho de autor a la manera de la Alemania Hitleriana. Todo ello siguiendo la línea de los pronunciamientos hasta entonces del Consejo General del Poder Judicial.
También, el Consejo General del Poder Judicial emitió un informe demoledor en contra del proyecto de Ley de Violencia de Género. Cualquiera que lea este texto, lo primero que se preguntará, será: ¿Cómo el Congreso de los Diputados pudo aprobar semejante engendro, conociendo el contenido del informe del Consejo General del Poder Judicial?
Pues existen poderosas "razones", sorprendentes "razones" que lo explican.
Ninguna de las contundentes críticas, las advertencias, los rechazos, las opiniones contrarias a la Ley, provenientes de los organismos y personas más cualificadas de España en la materia, y también más directamente implicados con su realidad diaria, pareció afectar a los políticos, enzarzados en su particular lucha por conseguir el voto femenino.
La Ley de Violencia de Género fue una promesa electoral de Zapatero, pero lo que más llama la atención es la actitud del Partido Popular de traición a sus electores, que votó a favor en el Congreso, pese a que se opusiera a su contenido durante la tramitación. En el Senado, antes de la aprobación definitiva de la Ley, tras una complicada votación de enmiendas, donde el PP volvió a insistir sin éxito en la necesidad de modificar la ley para proteger a todas las víctimas de la violencia doméstica, y no solo a la mujer, todos los senadores acabaron apoyando el texto.
Ya por entonces existían mecanismos legales específicos contra los denominados «malos tratos en el ámbito doméstico». Sin embargo, la Ley de Violencia de Género surgió como respuesta política a los grupos de presión más influyentes, o a los que los políticos no deseaban contradecir, so pena de ser tildados de falócratas, machistas, misóginos, cómplices de los maltratadores, y lindezas por el estilo y "suicidarse" políticamente… Estamos hablando del feminismo de género.
La Ley de Violencia de Género es punta de lanza del fanatismo feminista, y un claro ejemplo del denominado «relativismo jurídico», cuando el Derecho no es un límite del ejercicio del poder, sino coartada para la acción política.
La Ley de Violencia de Género es una norma que aleja de la Constitución según las opiniones más cualificadas, pese a que el Tribunal Constitucional haya acabado avalando su aplicación, como no podía ser de otra forma. Porque un Tribunal Constitucional cuyos miembros son nombrados por el poder político -aplicando el sistema de cuotas- pierde la que debe ser su cualidad fundamental: la independencia. La Constitución debería estar por encima de cualquier pacto político que acabe traduciéndose en ley, incluso si tiene detrás un amplio consenso parlamentario, como el que se exige para aprobar una Ley Orgánica. Pero para que nadie pueda poner en duda la autonomía del máximo intérprete de la Constitución es imprescindible, también, que este último no dé la impresión, una vez más, de ser una mera institución comparsa de los partidos políticos y la infinita capacidad de éstos de generar polémica informativa y división social.
Una vez «legitimada» la Ley por parte del Tribunal Constitucional, por el estrecho margen de siete votos contra cinco, ya tendría vía libre para ser usada. A partir de entonces se pusieron en marcha los mecanismos penales del Estado, sin garantizar el respeto a los derechos fundamentales de la mitad de la población española.
La Ley de Violencia de Género implica la posibilidad de ejercer violencia «legal» contra los varones, desde la total impunidad: no ha habido -que se sepa- hasta ahora ninguna mujer castigada con pena de prisión por denuncia falsa de maltrato contra su marido, novio, compañero…
Impunidad, y también merma, desaparición de facto de la presunción de inocencia con rango de Ley, en la misma dirección que la "doctrina" del Tribunal Supremo, que ya en el año 2000, en una de sus sentencias acababa «de un plumazo» con la presunción de inocencia recogida en el artículo 24 de la Constitución:
En una sentencia sobre malos tratos, el Tribunal Supremo decidía que «basta el testimonio de la víctima aunque no haya otros testigos del hecho para fundamentar la condena contra el marido».
Desde entonces son -somos- cientos de miles los afectados.
Como algunos decían por entonces, la Ley de Violencia de Género era un texto «llamado a marcar una época». Y sin duda, desgraciadamente así ha sido. Una época que comienza con su aprobación en el Congreso de los Diputados en diciembre de 2004, y que continúa con los insólitos resultados de su aplicación, que marcarán un antes y un después no solo en el ámbito legislativo y judicial español sino, sobre todo, en el ámbito de las relaciones de pareja, es decir, de toda la sociedad.
Cualquiera que esté en contacto con la terrible realidad de las rupturas matrimoniales, los pleitos de divorcio, los pleitos por la custodia de los menores, los pleitos por la liquidación del régimen económico de gananciales, sabe hasta qué extremos la ley ha envilecido cualquier afecto conyugal.
Como ya apuntaba con anterioridad, alrededor del 15% de la población reclusa española sufre pena de prisión por aplicación de la Ley de Violencia de Género; por supuesto, todos varones, por definición de la propia Ley, que está incrementando de forma alarmante la cifra de personas privadas de libertad en un país donde tenemos, como triste récord, el índice de penados más alto de Europa. Aunque no seamos los peores, ni mucho menos. Tanto el índice español de delitos violentos como el de criminalidad «de género» se encuentran, con diferencia, entre los más bajos de Europa.
Desde la entrada en vigor de la Ley de Violencia de Género, hasta la actualidad, han sido procesados en España más de 1.800.000 hombres denunciados «malos tratos», de las que alrededor del 85% son denuncias falsas o abusivas, según el estudio llevado a cabo por el ex magistrado Francisco Serrano y algunos juristas de reconocido prestigio.
En aplicación de la perversa ley, hasta la fecha es posible que se haya rebasado ya la cifra de 360.000 hombres condenados a algún tipo de medida penal. Y la mayoría de los denunciados sometidos al protocolo de detención «obligatoria» (incumpliéndose de forma sistemática el derecho constitucional al recurso de habeas corpus) ante la mera denuncia, y a una serie de medidas cautelares desproporcionadas, que van desde la orden de alejamiento a la salida inmediata del domicilio, la suspensión del régimen de comunicación y estancias con sus hijos, o la anotación de sus nombres en un registro central de maltratadores. Todo esto antes de haber sido juzgados y, generalmente, antes de haber sido siquiera escuchados.
Una vez calificado un varón como «maltratador», como delincuente, antes o después de ser juzgado, es susceptible de ser imputado por otros delitos de consecuencias mucho más graves, típicamente delitos contra la libertad sexual en el ámbito de la pareja o sobre los menores, e instruidos también por los juzgados de Violencia de Género, llegando así a ser víctima de un doble quebranto en su derecho constitucional a la presunción de inocencia.
La presunción de veracidad que se otorga a la mujer lo convierte en presunto delincuente, con la mera acusación; y, de nuevo, se puede usar y abusar de esa presunción de veracidad. El «maltratador», pues, se convierte en presunto culpable de cualquier otro delito que se le desee imputar. Lo que puede conducir a una persona inocente a su destrucción como ciudadano y como individuo.
Hasta tal punto alcanza la inseguridad jurídica que la Ley de Violencia de Género y la doctrina que la acompaña genera sobre la población masculina española, que algunos letrados han acabado denominando como «asesinato civil».
Pero, más allá de su realidad penal, la Ley de Violencia de Género también configura la realidad de la convivencia marital en España. Hoy, la regulación de las separaciones y divorcios está marcada, en una sociedad nihilista del «todo vale», por una Ley que bien parece dar respaldo legal a esta amoralidad. Las acusaciones por «malos tratos» planean sobre la mayoría de los procesos de separación, y muchos abogados se han especializado en introducirlos como elemento de presión. Con una simple denuncia, el expediente de separación pasa del Juzgado de Familia, civil, a Violencia de Género, penal.
Incluso sin denuncia, el uso torticero de esta Ley como instrumento de coacción influye, de manera determinante, en muchos de los acuerdos que se adoptan. El simple hecho de que exista la perversa y sexista Ley de Violencia de Género, genera una grave situación de desigualdad, y también de injusticia, un terrible drama, de enorme magnitud, cientos de miles de casos concretos, con nombres y apellidos.
Otro aspecto no menos grave, y de especial transcendencia e que la Ley de Violencia de Género también «regula» las relaciones de intimidad, introduciendo un factor de distorsión que desnaturaliza el sentido mismo del vocablo intimidad. Un concepto que solo puede existir si se fundamenta en la igualdad, la reciprocidad y la libertad de ambas partes.
Por otra parte, no cabe duda de que la ley no está funcionando. Tras casi diez años de aplicación la cifra de muertes de mujeres se sigue manteniendo en el mismo tono que el de los años previos a su aprobación y puesta en práctica.
Es importante señalar que la frase tantas veces repetida de, "no para de aumentar el número de mujeres muertas" y cosas por el estilo (amplificada hasta la saciedad por los diversos medios de información…) es una absoluta falsedad, pues como demuestran las estadísticas del Ministerio del Interior (y de la Asociación Unificada de la Guardia Civil, y del Instituto Nacional de Estadística…) el número de mujeres y hombres muertos en el ámbito familiar, se mantiene más o menos estable…
La teoría en la que se inspira la fracasada ley es que la violencia contra la mujer, los feminicidios, es la respuesta del "macho dominante" a los deseos de emancipación y libertad de la mujer. El varón apegado a formas de conducta ya periclitadas, el varón educado en la familia y la religión judeocristianas, en el patriarcado, que niega la autonomía de su pareja y a partir de un determinado límite resuelve el conflicto matándola.
Naturalmente, dado que es una ideología bastante chapucera, no existen datos que corroboren o apoyen tales hipótesis. Todo lo contrario. Si la hipótesis de la "perspectiva de género" fuera verdad, la violencia y, sobre todo, los asesinatos se darían en mayor medida en las personas educadas de forma más tradicional que en las personas jóvenes.
Sin embargo, la tozuda realidad demuestra que las cosas no son así: la inmensa mayoría de homicidas son menores de 40 años, y el veinte por ciento menores de 30. Las homicidas mayores de 50 años, el grupo en teoría más peligroso por su supuesto "patriarcalismo", apenas representan el 40 por ciento de los casos.
Si la teoría fuera cierta, las personas con mentalidad tradicional deberían cometer más homicidios que las más "liberales" o "progres". Pero no es así. Las personas unidas por matrimonio religioso presentan una menor tendencia al homicidio que las unidas por matrimonio civil, y a su vez, éstas muchísimo menos que las que viven como pareja de hecho. Casualmente, las estadísticas demuestran que existen 10 veces más posibilidades de homicidio en una relación de pareja de hecho.
Si las afirmaciones de la perspectiva de género, que inspiran la ley fueran ciertas, los países "más liberales", con una mayor tradición de emancipación de la mujer, como los países nórdicos y anglosajones, deberían poseer una incidencia mucho menor que los países de raíz tradicional y católica, como Portugal, España, Italia, Grecia (ortodoxa), incluso Irlanda.
Pero no es así, sino todo lo contrario. Suecia tiene el dudoso honor de liderar el ranking junto con Gran Bretaña y los Países del Norte de Europa, mientras que la cola corresponde precisamente a los países mediterráneos e Irlanda.
El tópico-estereotipo de un presunto "macho violento" de pelo en pecho, color cetrino y mirada cejijunta frente a un rosado nórdico, de ojos azules y actitudes liberales, es falsa: el nórdico estadísticamente presenta una mayor tasa de feminicidios y, no sólo esto, sino también de violaciones.
La ley falla porque no ve que el origen de la violencia intrafamiliar está en la ruptura de pareja.
Existen tres factores (que a menudo se olvidan) que guardan una íntima relación con los feminicidios. Uno ya ha sido señalado, las parejas de hecho; el segundo es la inmigración desestructurada, sin familia (que no la inmigración a secas) y el tercero son los procesos de ruptura de pareja.
Pero en realidad estos tres factores se pueden resumir en un único factor: el que ya hemos nombrado de las rupturas, porque la inmigración desestructurada suele derivar en parejas de hecho y éstas presentan un grado de inestabilidad, de ruptura, por consiguiente, muchísimo más elevado que los matrimonios. De ahí también, que el aumento del número de divorcios tienda a presionar al alza el número de homicidios.
Pero la ley no quería abordar en profundidad el asunto porque resulta social y políticamente incorrecto señalar la ruptura como el factor de riesgo, porque lo importante era criminalizar al hombre-varón, y no buscar la causa real del por qué en unos casos concretos la violencia estalla mientras que en la mayoría no. Para la ideología de género es necesario que la violencia contra la mujer sea inherente al sistema y el feminicidio su corolario.
Y ¿qué hacer ante semejante panorama, por cierto nada halagüeño? Pues sencillamente, "más mediación familiar y menos policía, suprimir los juzgados de violencia de género y devolver al ámbito de la jurisdicción civil y penal este tipo de conflictos, tal como estaba antes.
Y ya para terminar: estamos hablando de un salvaje retroceso en lo que respecta a los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución Española de 1978, de la que hace pocos días celebrábamos su trigésimo sexto aniversario, que todos los días se le niega a la mitad de la población por haber nacido con pene; circunstancia que no es algo casual.
La liberticida y totalitaria Ley de Violencia de Género es la culminación de una ideología que se ha acabado instalando en la sociedad y goza de omnipresencia en las instituciones del Estado de Derecho.
Una ideología que se llama feminismo de género. Un régimen político, al fin y al cabo, que solo la "sociedad civil" puede derrocar, pues cualquiera que esté bien informado debe de tener en cuenta que las soluciones no vendrán desde la esfera política. Solo la sociedad civil, con su reacción, puede impedir que lo «inverosímil» se adueñe definitivamente de nuestras vidas.
Carlos Aurelio Caldito
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15/12/24 07:00