Sr. Director:
Desde la perspectiva de Mao, las religiones eran un veneno para el pueblo, dispensado por agentes al servicio de potencias extranjeras. La continua persecución a los misioneros, más o menos solapada, se agudizó lógicamente durante terror de la revolución cultural, lanzada en 1966. Su biblia era el libro rojo de Mao. El radicalismo terminó con su muerte en 1976. Deng Xiaoping suavizó las prohibiciones, y comenzó un tiempo de cierta tolerancia, que se cerraría tras la represión derivada de los sucesos de la plaza de Tiananmen en 1989.
A partir de entonces se suceden las noticias que reflejan el recrudecimiento del control sobre la iglesia católica a través de la asociación patriótica, la intensa represión de las demás confesiones cristianas, la continuidad de la violencia contra el budismo tibetano, hasta el auténtico genocidio de los musulmanes uigures y la implacable campaña contra los seguidores de Falun Gog, un movimiento que surgió al comienzo de los noventa como una síntesis de meditación y disciplina de artes marciales, y no obtuvo estatuto de religión, a pesar de los escritos de su fundador, Li-Hongzhi.
Ya en el siglo XXI, el presidente Xi Jinping lanzó el gran objetivo de la chinización de lo religioso, que implicaría prescindir de elementos foráneos, como las cruces o las imágenes de Cristo. Éste es el complejo contexto de los acuerdos firmados en 2018 con la Iglesia católica, que dan lugar a interpretaciones variadas, también por la no publicación del texto. Sus críticos consideran que Pekín reconoce a la Iglesia como institución legal, pero a cambio del control y dirección de las comunidades católicas a través del partido comunista. Para el Vaticano, a juicio del cardenal Pietro Parolin, inculturación y chinización pueden ser conceptos complementarios, que "abren caminos para el diálogo a nivel religioso y cultural".