Sr. Director:

El pasado 26 de julio y para presidir la Misa conmemorativa del 400 aniversario de las apariciones de Santa Ana en Auray (Francia).

El Papa León XIV envió como legado suyo a esa ciudad francesa al cardenal Robert Sarah. En su homilía, el Sr. Cardenal  hizo algunos subrayados importantes no sólo para los peregrinos bretones, sino para todos los católicos del mundo. 

En primer lugar destacó que hemos sido creados y redimidos para dar gloria a Dios, para darle culto y adorarle reverentemente. Para nosotros, dar gloria a Dios es un deber, una necesidad, un acto de justicia, no es algo opcional, es un deber de justicia para con Dios.

En segundo lugar subrayó que, sobre todo en Occidente, la religión es considerada solamente como una actividad al servicio del bienestar humano. Y  no  es  así.

Lo que salva al mundo es el Pan de Dios,  que es Cristo mismo: ésto se corresponde con el verdadero fin del hombre y con el camino para realizarlo. En consecuencia, la adoración se convierte en el único camino de salvación. Hemos sido creados para alabar y adorar a Dios.

Ahí, en la adoración, descubrimos nuestra verdadera dignidad, la razón última de nuestra existencia. La adoración está unida al silencio en sus diferentes formas.

Vivimos en un mundo excesivamente ruidoso y no deberíamos caer en esta trampa, sino hacer silencio interior y exterior para poder escuchar la voz de Dios. 

De ahí también la importancia de la Sagrada Liturgia de la Iglesia,  celebrada como la misma Iglesia ha dispuesto que se celebre. Las celebraciones litúrgicas nos guían hacia la adoración.

No son momentos de folklore o distracción,  ni para hacer alarde de nuestros valores culturales. Celebramos la Liturgia para la gloria de Dios. La Liturgia no es un espectáculo humano. Es la obra de Dios que nos precede; por eso debemos impregnarla de belleza, nobleza y sacralidad. 

Esto supone también nuestra conversión personal,  reconstruir el templo de nuestra alma, porque nuestra alma es un lugar sagrado donde habita el Espíritu Santo. Allí, precisamente allí, cada uno puede encontrarse con Dios  y  escuchar la llamada que nos hace  a  ser santos.

Ante el mal, ante el sufrimiento de los inocentes, sólo tenemos una respuesta: la adoración silenciosa.

La fe en Dios y la adoración son los únicos remedios que pueden garantizar a las personas y a los pueblos una paz sólida y duradera.

Adoración y silencio que pudimos observar también en  la  Vigilia  del  sábado  día  2  de agosto en  Tor Vergata,  cuando más de un millón de personas se arrodillaron y guardaron un escrupuloso silencio ante el Santísimo Sacramento expuesto en una hermosa custodia. 

Y  también durante la  Misa  que  el  Santo  Padre presidió  el  domingo  día  3  en el mismo lugar,  rodeado de algunos cardenales y obispos  y  cientos de sacerdotes  y  ante la presencia de un millón de jóvenes venidos de casi todas partes del mundo.

Es cierto que antes de la llegada del Papa  y  al finalizar la  Misa  hubo gritos de exultación  y  alegría,  risas , palmas,  aplausos  y  vítores al Santo Padre.

Pero durante la celebración de la Misa,   desde el principio hasta el final,   hubo verdadero silencio no sólo exterior,  sino también interior:    así lo captaron las imágenes de televisión  y  otros medios de comunicación  e  información social  y  religiosa.

Debemos  recuperar  el sentido de lo sagrado  no sólo en nuestras celebraciones,   sino en toda nuestra vida personal,  familiar,  social,  comunitaria.

Ad maiorem Dei gloriam