De tanto tensar a la sociedad manipulándola, se ha roto la cuerda del respeto a Pedro Sánchez y a sus ministros. El Ministerio de Asuntos Exteriores, por aquello de que el Pisuerga pasa por Valladolid, ha enviado una circular a las embajadas y a los consulados comunicándoles que como el Gobierno está conmemorando el octogésimo aniversario de los que se marcharon al exilio después de la Guerra Civil, ha creído conveniente elaborar un logo con la bandera republicana, para incluirlo en los pies de firma del correo electrónico de todo el personal diplomático español en el extranjero.

Y al final del comunicado aparece la conexión de José Borrell con Dolores Delgado, la ministra de Justica, pues el escrito concluye ordenando que las unidades que hagan uso del logo republicano lo deben comunicar a una dirección de correo del Ministerio de Justicia. ¡Qué miedo da la amiga de Garzón pasando lista! Sí, ya sé que el Gobierno socialista ha dado marcha atrás en lo del logo republicano… ¡Lástima! Demasiado tarde, porque en el primer movimiento se ha vuelto a ver que la patita es del lobo y no de la madre de los cabritillos, por más harina que la disimule.

Pero como el miedo es libre, no ha faltado quien se lo haya echado a la espalda, como el diplomático Fernando Villalonga que, según ha publicado el ABC, ha manifestado: “Yo no pienso enviar ningún correo con la bandera republicana. ¡Viva el Rey! Además, a mi abuelo nos lo entregó mutilado esa República comunista y a tres tíos fusilados… los cuatro en un “paseíllo” (sin juicio). En casa se perdonó y nunca más se habló de ello”.

Los ministros de Pedro Sánchez no saben lo que se hacen. Promocionar la Segunda República Española, en ambientes diplomáticos de Europa y América, es como colgar en el cuello de Drácula una ristra de ajos. Aunque se comprenden las carencias culturales de este equipo ministerial, porque con tantos pisos de su propiedad como tienen que administrar, con tantas Sociedades Limitadas, limitadísimas… como montan para desgravar impuestos y con tantas tesis doctorales y libros que han tenido que escribir, ya no les da la vida para leer y se les ha encanijado la Historia en sus cabezas.

Recientemente, el profesor de Historia Contemporánea de mi Facultad, Antonio Manuel Moral Roncal, ha publicado un documentado trabajo titulado Estudios sobre asilo diplomático en la Guerra Civil Española, editado por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá. Son muchos los aspectos importantes que descubre Moral Roncal, pero me ha llamado la atención el capítulo dedicado al embajador de la Unión Soviética en España, Marcel Israilevich Rosemberg, que llegó a Madrid el 27 de agosto de 1936.

Stalin envió numerosos instructores y supervisores para sembrar el terror en la Zona Roja

Trajo con él un nutrido séquito, con el que se instaló en el lujoso Hotel Palace, donde los soviéticos ocuparon tres pisos. Y le faltó tiempo al Gobierno para poner a su disposición cuarenta policías españoles. Pero como tal número de policías a los socialistas les debió parecer de poca consideración con el enviado de Stalin, añadieron a lo del Gobierno un servicio de vigilancia con milicianos pertenecientes al Sindicato de Artes Blancas de la UGT. Y hasta hubo sus más y sus menos entre los policías y los milicianos, porque en su afán de hacer méritos ante Stalin, los dos grupos querían tener el honor en exclusiva de acompañar al embajador comunista en sus salidas. Y en medio de esta tan servil porfía llegaron a un acuerdo, de modo que detrás del coche del embajador iría otro de la policía y a continuación otro más de los milicianos pertenecientes al sindicato de la UGT dando escolta.

Los Gobiernos presidios por Giral y Largo Caballero, así como Azaña desde la presidencia de la República, se pusieron al servicio del enviado de Stalin, y lo que es peor a sus órdenes, a pesar de que conocían sus intenciones, porque el primer día que estalló la Guerra Civil, desde Moscú se transmitió al Partido Comunista de España lo que había que hacer, en términos tan categóricos como estos: “Es necesario crear un tribunal especial para aventureros, terroristas, conspiradores y rebeldes fascistas y aplicarles la pena máxima, incluida la confiscación de bienes”. Es decir, sembrar el terror mediante el asesinato y el robo, en lo que socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos del partido de Azaña cumplieron con creces.

De la sumisa actitud adoptada por el Gobierno republicano ante el embajador de Moscú, el profesor Moral Roncal cuenta en su libro un acontecimiento muy ilustrativo. Los primeros días de noviembre de 1936 el diplomático argentino Edgardo Pérez Quesada, mandó un informe a sus superiores manifestándoles que durante la entrevista que mantenía con el ministro de Estado, el socialista Álvarez del Vayo, el embajador soviético, Rosemberg, irrumpió en el despacho e interrumpió su conversación y, sin quitarse el sombrero ni el abrigo, se dirigió al ministro en una actitud propia de quien ejerce una jefatura y procede con la característica desenvoltura de un patrón. Y el diplomático argentino concluye el informe con estas palabras: “Funcionan en Madrid checas y tribunales constituidos exclusivamente por súbditos rusos. Y en todo se advierte una infiltración absoluta de los soviets en la actuación y desarrollo de los hechos desde el ángulo ministerial de la República”.

“El pegamento” que unió a fuerzas tan dispares para sembrar el terror fue el odio a la religión

Sí, ciertamente, como afirma Moral Roncal, Stalin envió numerosos instructores y supervisores para sembrar el terror en la Zona Roja, lo que no elimina la responsabilidad de Azaña y ni de los gobiernos republicanos, porque en definitiva fueron ellos, españoles, los que decidieron apretar el gatillo para asesinar a otros españoles. Y no puedo estar más de acuerdo con Moral Roncal cuando afirma que “el pegamento” que unió a fuerzas tan dispares para sembrar el terror fue el odio a la religión, pues —en palabras de este historiador— “cazar curas y monjas se convirtió en una forma de participar en la construcción social de la retaguardia republicana”.

Como demuestra este libro, el comportamiento de las autoridades republicanas fue condenado por la totalidad de los diplomáticos que permanecieron en Madrid durante la Guerra Civil. Los diplomáticos fueron testigos directos e imparciales de lo que estaba sucediendo en retaguardia. Los testimonios extraídos de los archivos que ofrece en este libro Moral Roncal son abrumadores.

Para el Gobierno, el catolicismo no merece ni la libre conciencia, ni el libre ejercicio del culto

Y quiero acabar este artículo transcribiendo un párrafo del embajador francés Labbone, bien significativo por representar a la Francia de la IIIª República, cuya identidad anticlerical es innegable. Pero a pesar de este rasgo nada proclive a la Iglesia católica, el embajador francés no pudo menos de transcribir los hechos que vio, esos hechos que ahora la izquierda pretende ocultar y tergiversar, mediante la Ley de Memoria Histórica. Esto es lo que decía uno de los párrafos del informe del embajador Labbone:

“La España republicana se dice democrática. Sus aspiraciones, sus preocupaciones políticas esenciales la empujan hacia las naciones democráticas de Occidente (…) pero permanece muda hacia el catolicismo y no lo tolera en absoluto. Para el Gobierno, el catolicismo no merece ni la libre conciencia, ni el libre ejercicio del culto. El contraste es tan flagrante que despierta dudas sobre su sinceridad, que arrastra el descrédito sobre todas sus restantes declaraciones y hasta sus verdaderos sentimientos (…) A pesar de sus negaciones, a pesar de todas las pruebas aducidas de su independencia y de su autonomía, se le cree ligado a las fuerzas extremistas, a los ateísmos militantes, a las ideologías extranjeras.”

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Univerdad de Alcalá