Por el miedo al coranavirus, se ha suprimido la celebración de la Santa Misa en ciertas iglesias de Italia y en la diócesis de Padua se han colocado carteles, anunciando que para evitar el contagio de la enfermedad no habra confesiones. Mientras tanto, en Padua los centros comerciales siguen abiertos, donde acude sin miedo gran cantidad de público.

Y este acontecimiento ha traído a mi memoria tres recuerdos: uno jocoso, otro emotivo y el tercero académico. Empecemos por reír. Don Rodri era un sacerdote santo que gastó toda su vida en Vallecas, en el colegio Tajamar, enseñando a amar a Dios y a su Santísima Madre con tal maestría que sus enseñanzas no se pueden olvidar, pasen los años que pasen; pues bien, Don Rodri contaba en una predicación una anécdota con el fin de poner en evidencia lo ridículo que es exagerar las dificultades, para justificar la rendición en la lucha hacía la santidad. Decía o se inventaba el gran don Rodri, que también podía ser, que en cierta ocasión un soldado le escribió una carta a su madre, desde el cuartel donde hacía la mili. El “turuta”, que había aprendido a leer y a escribir en las clases de alfabetización del cuartel, escribía siguiendo rígidamente el modelo que se le había enseñado: “Querida madre: Espero que al recibo de la presente estés bien, yo bien gracias a Dios”. Y tras el protocolario saludo, le contaba lo siguiente: “La semana pasada íbamos a realizar unas maniobras en condiciones adversas, pero tuvieron que suspenderse a causa de la lluvia”.

El segundo recuerdo es emotivo. Diré, porque es verdad, y sin que mi afirmación se pueda achacar como exaltación de franquismo, y sí así se interpreta me toca un pie, que en mi barrio proletario de Vallecas teníamos de todo, hasta cines. Yo iba poco y solo a dos, al cine San Diego, que estaba a menos de cien metros de mi casa y en la misma acera, y al cine París, que estaba algo más lejos, pero era más grande y más moderno que el cine San Diego.

Y ya no recuerdo en cuál de los dos cines vi una película que me emocionó muchísimo y que he vuelto a ver varias veces. Se trata de la película española que se titula Molokai, la isla maldita. Y todavía es posible verla en la red.

La película cuenta la vida del misionero belga, de la Congregación de los Sagrados Corazones, Jozef de Veuster (1840-1889), más conocido como el padre Damián, que desembarcó voluntariamente en Molokai, una isla del archipiélago de las Hawai, para evangelizar a los leprosos. Murió entre ellos, a los 49 años de edad contagiado de la lepra, una enfermedad entonces bastante más mortal que el coronavirus actual, que impide que los italianos de Padua se puedan confesar.

Y el tercer recuerdo es académico y se refiere a la historia del “Tío Bartoméu”. No tiene otra razón de ser la vida de un cristiano que luchar por ser santo, mediante la participación en el culto y la recepción de los sacramentos. Y no digamos nada si el cristiano, además, es sacerdote u obispo, de quienes dependemos los demás fieles para poder tener sacramentos, especialmente los que se reciben con más frecuencia como son la comunión y la confesión, que ahora se les niega a los fieles de Padua.

Ya hemos escrito en otro artículo como Companys, al que ahora se le presenta falsamente como un benefactor de la humanidad, fue responsable de la cruenta persecución religiosa en Cataluña, donde se asesinó a los católicos por millares

Pues bien, el "Tío Bartoméu" fue el alias que adoptó el jesuita padre Bartolomé Arbona, un hombre de Dios con una vida apostólica muy fecunda, al que sorprendió la guerra civil de 1936 en Barcelona, cuando tenía 74 años.

Ya hemos escrito en otro artículo como Companys, al que ahora se le presenta falsamente como un benefactor de la humanidad, fue responsable de la cruenta persecución religiosa en Cataluña, donde se asesinó a los católicos por millares y se destruyeron los templos, hasta el punto de ser imposible la práctica del culto.

Y no se crean ustedes esa milonga de los enemigos de Cristo actuales, que se presentan tan respetuosos con la libertad, cuando nos dicen que como la religión es algo de las conciencias, ellos respetarán la práctica privada, pero que no permitirán que el hecho religioso trascienda las paredes de nuestros hogares. La historia lo desmiente, porque sus antecesores, los socialistas, los comunistas, los anarquistas y los de Ezquerra en 1936 asesinaron a quienes sorprendían en su casa rezando o si les encontraban una simple estampita en un cajón. Razón por la que el padre Arbona, para poder pasar inadvertido se vestía con un atuendo de payés y se escondía bajo el nombre de El Tío Bartoméu, haciéndose pasar por un recadero que visitaba a sus “clientes”, para llevarles a escondidas la Sagrada Comunión. Y así fue como pudo atender a tantos barceloneses desde el 18 de julio hasta el 25 de noviembre de 1936.

En cierta ocasión, en atención a sus muchos años, al "Tio Bartoméu" le ofrecieron una posibilidad de huir de Barcelona para poder salvar su vida. Ofrecimiento al que respondió con tono airado el venerable jesuita: “¿Cómo? ¡Si es nuestra hora! Los buenos soldados de Cristo no huyen, luchan. ¡Cobardes! Hay que trabajar.

En cierta ocasión, en atención a sus muchos años, le ofrecieron una posibilidad de huir de Barcelona para poder salvar su vida. Ofrecimiento al que respondió con tono airado el venerable jesuita: “¿Cómo? ¡Si es nuestra hora! Los buenos soldados de Cristo no huyen, luchan. ¡Cobardes! Hay que trabajar. ¿Qué hacía Jesucristo? Descalzo por el mundo, trabajaba hasta fatigarse. ¿Escondido en un rincón? ¡Nunca! Hay que hacer frente a los tiempos malos”.

La noche del 24 de noviembre de 1936 el Tío Bartoméu se cruzó por la calle Amargós de Barcelona con una patrulla. En principio, los milicianos nada sospecharon de él, pero le cachearon con el propósito de robarle porque, aunque no en todos ellos, la tendencia al latrocinio en los de la izquierda siempre ha sido, y es, una constante. Y al meterle la mano en uno de los bolsillos de la chaqueta, el miliciano ladrón tropezó con sus dedos con una sagrada hostia. Entonces se produjo el siguiente diálogo:

—¡Tú eres cura! —gritó con risa sarcástica.

—Sacerdote y jesuita —contestó con aplomo el anciano.

—Bueno, pues suponte que ahora te dejamos en libertad, ¿qué harías?

—Pues exactamente lo mismo que he hecho hasta aquí. Yo no sé hacer otro oficio, y a los setenta y cuatro años no voy a aprender otro.

A continuación, le condujeron detenido al centro de patrullas, que estaba situado en el número 11 de la calle Pedro IV. Y desde allí le trasladaron a la checa de San Elías, donde se le pierde el rastro, porque se piensa que fue fusilado junto con otros en la saca del 29 de noviembre, en las afueras de la ciudad.

Y como la del Tío Bartoméu se podían contar tantas acciones heroicas y martiriales de entonces, como desgraciadamente tantas cobardías actuales como lo de las confesiones de Padua. Y es que la enseñanza constante de la historia nos dice que si en tiempos de persecución religiosa se pueden producir mártires, y de hecho se producen para nuestra edificación, en los tiempos bonancibles de paz y de buen rollito se pueden producir traidores, y de hecho se producen para escándalo nuestro.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.