“En ocasiones veo muertos…”. Yo, no. Yo, todavía, no. El que los ve es Haley Joel Osment, el niño de la película titulada El sexto sentido, que hasta llegó a estar nominado para un Óscar por su actuación. Pero tan cierto como que yo no los he visto, es que hace años sí que tuve una cierta relación con los difuntos y, por lo tanto, parafraseando al niño actor puedo afirmar con toda propiedad:

“¡En ocasiones he contado muertos!”.

Fuera miedos, que lo mío no es de suspense. Se lo cuento. Hace ya muchos años, muchos más de los que a mí me gustaría, andaba yo por tierras del norte ocupándome en escribir mi tesis doctoral, a la vez que me ganaba la vida dando clases de Historia Contemporánea en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Navarra.

Y resultó que uno de los días nublados de Pamplona, que son unos cuantos al año, apareció por aquella ciudad Ramón Salas Larrazábal. A Don Ramón —como naturalmente yo le llamaba— le sorprendió la Guerra Civil siendo estudiante de Ciencias y se alistó en El Requeté. Terminada la contienda ingresó en el Ejército del Aire, formó parte de la Escuadrilla Azul en la guerra contra Rusia y como militar hizo una brillantísima carrera.

Pero Ramón Salas Larrazábal, además de militar, buena persona y gran conversador, era un historiador como la Plaza del Castillo que, si no es la más grande, desde luego es la más famosa de las plazas de Pamplona. Por entonces, preparaba su libro sobre las cifras de la Guerra Civil. Así es que a mí, que era un niñato que estaba empezando, todo esto me animaba a saludar a un historiador consagrado.

Nunca había coincidido personalmente con Salas Larrazábal, pero me di maña para llegar hasta él y presentarme. Y nos caímos tan bien desde el primer momento que los dos días que Don Ramón permaneció en Pamplona, le acompañé a todos los lados. Bueno, a decir verdad, realmente todos los sitios por los que anduvimos se redujeron a dos, porque no fuimos a ningún otro. Solo estuve con él en el hotel donde se alojaba y en el Registro Civil.

Don Ramón, por aquellas fechas, había visitado ya la casi totalidad de los Registros Civiles de España, contando, uno a uno, los muertos de la Guerra Civil de los dos bandos y los fusilados de la postguerra. Me pidió que le ayudará, lo que fue todo un honor para mí durante los dos días que estuvimos trabajando juntos.

Además, tuvieron muchas más garantías los tribunales militares de la postguerra, que las actuaciones de los matones de las checas, regentadas por socialistas, comunistas y anarquistas

Él me explicó que en el Registro Civil no se puede hacer constar los motivos infamantes de la muerte de los reos, de manera que Don Ramón ya me advirtió que nunca me encontraría un registro que dijera que una determinada persona había sido fusilada. Pero tampoco era difícil descubrirlo, porque los que nosotros teníamos que contar no se morían ni de cáncer, ni de pulmonía con los fríos de Pamplona, sino que fallecían de hemorragia en las tapias de la Vuelta del Castillo (no es coña). Y no hace falta haber vivido en la capital de Navarra para saber que ese no es el nombre de ningún hospital.

Don Ramón me contagió su paciencia benedictina, lo que me permitió aguantar sin desfallecer y llevar a cabo aquella tarea tan rutinaria y tan pesada. Y nos dimos una soberana paliza a trabajar, hasta que revisamos todos los tomos de defunciones del Registro Civil. Por lo tanto, no miento: “Yo, en ocasiones, he contado muertos”.

Así es el trabajo del historiador: silencioso, humilde, minucioso y muy largo, y todo para, al final, obtener un dato o una cifra exacta. Todo lo contrario del método del toca-memorias Pedro Sánchez, al que después de pasarme más de cuarenta años desatando el balduque de los legajos en archivos no puedo menos que decirle, para mi desahogo, lo mismo que le soltó el labriego al vecino inoportuno: “no me toques las memorias…, que vengo de vendimiar”. Aunque ahora que lo pienso, ya no recuerdo si el aldeano dijo exactamente eso, o dijo otra cosa.

Me llevan los señoritos cuando oigo las cifras que se están dando sobre los represaliados por Franco, las llamadas por el toca-memorias “víctimas del franquismo”. No pocos políticos, periodistas y contertulios repiten los tópicos y las mentiras de siempre, sin documentarse, sin haber leído nada, despreciando a Ramón Salas Larrazábal y a otros tantos que, como él, se dejaron la vida en la recolección de la uva histórica.

Pues bien, veamos, en esta ocasión, la mentira y la verdad sobre el número de los fusilados después de la Guerra Civil, que de los penados con cárcel me ocuparé en otra ocasión, en algún próximo domingo.

Conviene aclarar que todo lo de la Guerra Civil y sus secuelas es deseable que no hubiera pasado pero, puesto que pasó, contémoslo como fue. Los condenados a muerte después de la guerra lo fueron por sentencia de un tribunal y en todos los casos fueron condenados a la pena capital por haber cometido delitos de sangre, nunca por disidencia política, porque en ese caso, les caían penas de prisión.

Es decir que, en principio, estos condenados tuvieron más garantías que las dispensadas por los socialistas que asesinaron a Calvo Sotelo, y, desde luego, mayor culpa que la del jefe de la oposición de la derecha durante la Segunda República.

Además, es de justicia reconocer que no es lo mismo juzgar y fusilar a un asesino, que matar y violar a monjas y laicas católicas como hicieron los socialistas y sus aliados del Frente Popular. Sin duda, y a pesar de todos los defectos que se quiera, tuvieron muchas más garantías los tribunales militares de la postguerra, que las actuaciones de los matones de las checas, regentadas por socialistas, comunistas y anarquistas.

Además, cuando se habla de los fusilados de la postguerra por cometer delitos de sangre, conviene recordar que, por entonces, la pena de muerte estaba vigente en muchos países con regímenes democráticos. Sin ir más lejos, nuestros vecinos, los franceses, abolieron la pena de muerte en 1975.

Comparaciones: después de la Segunda Guerra Mundial las represalias en Italia provocaron 67.000 ejecutados. En Francia fusilaron a 85.000 franceses

La primera cifra de los fusilados la proporcionó Heriberto Quiñones, un comunista que fue detenido en 1941, cuando intentaba reorganizar el partido, al que se le incautó un informe en el que afirmaba que, desde abril de 1939 hasta 1941, se había asesinado a medio millón de personas en paseos y ejecuciones.

Y esa fue la cifra oficial para la izquierda durante un tiempo, hasta que Gabriel Jackson, en 1967, la rebajó a 200.000. Ocurrió que Jackson había visto una estadística que hablaba de 213.843 muertes violentas. Él redondeo hasta los doscientos mil, pero su sectarismo le impidió ver que esa violencia de la estadística se refería a muertes que incluían homicidios, envenenamientos, incendios, epidemias, hambre, frío, etc… Y lo increíble es que todavía algunos siguen a cuestas con la cifra de los 200.000 fusilados. 

En mis años de estudiante, Ramón Tamames nos comía el coco a los que cursábamos la carrera de Historia en la Universidad Autónoma de Madrid y nos daba la cifra de 105.000 fusilados. Eran otros tiempos para el comunista Tamames de entonces, aunque las malas lenguas ya decían que le seducía el capitalismo, porque le gustaba el dinero más que comer con los dedos y que cobraba hasta por dar los buenos días.

A día de hoy, la cifra más creíble es la que proporciona Carlos Fernández Santander, que da un total de 22.642 fusilados en doce años, de 1939 a 1950. Cifra a la que si se quiere se puede añadir las 1.362 muertes violentas por causas desconocidas del año 1939 y las 1.474 muertes del año siguiente, lo que sumaría un total 25.477, un total bien alejado de los que han dado los autores citados anteriormente.

Y sin el propósito ni de entrar en una guerra de cifras ni de justificar lo injustificable, pero por situarnos en las coordenadas de aquel tiempo, debo decir, que los ejecutados por el Frente Popular en los tres años de Guerra fueron 70.000, y que después de la Segunda Guerra Mundial las represalias en Italia provocaron 67.000 ejecutados. En Francia todavía fueron muchos más, casi el cuádruple que en España: nuestros vecinos fusilaron a 85.000 franceses.

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá