—¡Fascista! ¡Fascista! ¡Fascista!

Esta ha sido la sentencia con la que unos nacionalistas catalanes han condenado a la muerte civil a la cabeza de lista del PP por la provincia de Barcelona, Cayetana Álvarez de Toledo, cuando iba a celebrar un coloquio sobre la Unión Europea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Cuando los separatistas escriben la sentencia de fascista contra sus víctimas, cargan su pluma en el tintero del odio. Es lógico que cause miedo lo que está pasando, porque la unión de los separatistas con los izquierdistas, conocida como Frente Popular, amenaza con desatar otra persecución religiosa.

No es del todo exacto que el pegamento que une a fuerzas tan diversas como socialistas, comunistas y separatistas sea el odio a España. Para ser preciso, diré que lo que les une a todos ellos es el odio a uno de los elementos esenciales de España, como es la entraña católica de nuestra patria. Y este odio a muerte contra los católicos, que ya les unió hace ochenta años, les puede volver a hacer cómplices; porque como sostiene la sabiduría popular el que hace un cesto puede hacer ciento, si le dan mimbres y tiempo.

Decaía el verano de 1936, cuando en La Paeria de Lérida, un autodenominado tribunal popular acusó a Francisco Castelló de ser un fascista:

“Presidente .—¿Qué respondes a las pruebas que te acusan de fascista?

Castelló.— Yo no soy fascista, ni he militado en partido alguno.

Fiscal .— Tenemos pruebas. En tu domicilio y en el despacho donde trabajabas encontramos libros escritos, que demuestran tus contactos con dos naciones fascistas.

Castelló .—En mi casa y en los laboratorios de la fábrica solo habréis encontrado libros de estudio. Por mi condición de químico estudiaba el italiano y el alemán, pues son dos idiomas imprescindibles para tales ciencias. Y, como no existen en Lérida profesores idóneos de estas asignaturas, para mayor facilidad, tomaba las lecciones por la radio. Las emisoras respectivas, como hacen otras inglesas y americanas, me enviaban folletos. No me movía otro afán que el de perfeccionarme en mi profesión”.

La cristofobia es lo que hoy une a socialistas, comunistas y separatistas

Francisco Castelló había conseguido un puesto como ingeniero químico en la empresa Cros de Lérida. Y lo había conseguido superando obstáculos infranqueables. Cuando le juzgaron solo tenía 22 años, pues había nacido el 19 de abril de 1914. Con quince años se quedó huérfano de padre y de madre, y con dos hermanos menores que él.

Gracias a la ayuda de una hermana de su padre, la tía María, pudieron salir adelante los tres hermanos. Francisco Castelló consiguió una beca en el Instituto Químico de Sarriá, centro de formación superior que habían establecido los jesuitas en 1925, tras regresar después de siglo y medio, al haber sido expulsados en el siglo XVIII. Y cuando el Gobierno de la Segunda República volvió a expulsarlos y cerró el Instituto Químico de Sarriá, Francisco Castelló se trasladó a la Universidad de Oviedo, donde concluyó sus estudios de Química.

El joven Castelló presidió una de las secciones de la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña. Por las noches, colaboraba en las enseñanzas nocturnas, que se impartían a los obreros en el barrio del Canyeret. Y además de su tiempo, Castelló también entregaba una parte de su sueldo como ingeniero de la empresa Cros para ayudar a la capacitación escolar de estos obreros.

Toda esta actividad tenía como motor el sentido cristiano de la vida que inspiraba sus quehaceres apostólicos, como demuestra alguno de sus pensamientos, que dejó por escrito para sus compañeros, como este lema: “Las almas hemos de ganarlas con esfuerzo y oración”. Y para que no hubiera ninguna duda de la exigencia radical de sus apostolados, decía a los suyos: “En el apostolado no os tiente nunca ni la silla cómoda, ni la cosa fácil. Sed personas de alpargata”.

Francisco Castelló fue beatificado por San Juan Pablo II el 11 de marzo de 2001

Por todo lo dicho, se entiende que Francisco Castelló fuera persona muy conocida, como un cristiano coherente. Ese era el delito por el que el tribunal que le juzgó ya le había condenado a muerte antes de que comenzara el interrogatorio sobre el carácter fascista de sus gramáticas de alemán y de italiano. Y para que no hubiera lugar a dudas, el fiscal le lanzó todo su odio en forma de esta pregunta:

—En fin, terminemos: ¿Eres católico?
Sí, soy católico —Respondió, sin dudar—.

Francisco Castelló fue fusilado el 29 de septiembre de 1936. Pero la noche anterior a ser martirizado, pudo escribir una carta a su novia, Mariona Pelegrí, con la que estaba formalmente comprometido desde hacía unos pocos meses. Mariona era la cuarta de una familia de siete hermanos y pertenecía a Acción Católica. Esto es lo que le decía en su despedida a su prometida:

“Querida Mariona: Nuestras vidas se unieron y Dios ha querido separarlas. A Él le ofrezco, con toda la intensidad posible, el amor que te profeso, mi amor intenso, puro y sincero. Siento tu desgracia, no la mía. Puedes estar orgullosa: dos hermanos y tu prometido. ¡Pobre Mariona!

Me sucede una cosa extraña. No puedo sentir pena alguna por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte, me invade por completo. Querría hacerte una carta triste de despedida, pero no puedo. Todo yo estoy envuelto de ideas alegres como un presentimiento de gloria.

Querría hablarte de lo mucho que te habría querido, de las ternuras que te tenía reservadas, de lo felices que habríamos sido. Pero, para mí todo esto es secundario. Tengo que dar un gran paso.

Una cosa quiero decirte: cásate, si puedes. Desde el Cielo yo bendeciré tu unión y tus hijos. No quiero que llores, no quiero. Espero que estés orgullosa de mí. Te quiero. No tengo tiempo para nada más”.

Ni yo debo añadir un párrafo más a este hermoso final, salvo unas palabras para rogar por la recristianización de España, y muy particularmente de esa parte de España que es Cataluña, a Francisco Castelló, que fue beatificado por San Juan Pablo II el 11 de marzo de 2001.

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá