Localidad veraniega del Mediterráneo, provincia de Tarragona: desierta en invierno atiborrada en verano. Con una Iglesia en similares condiciones. Un solo sacerdote, demasiada gente para comulgar y, como suele suceder desde hace unos cuantos lustros, poca gente para confesar, entre otras cosas porque faltan confesores y falta hasta confesionario. ¿Es lógico que cada día se comulgue más y se confiese menos?

El sacerdote, ningún hereje, se lo aseguro, un buen presbítero. El caso es que un fiel se presta a ayudar para repartir la comunión, un hombre de edad provecta, con una expresión de buenazo digna de figurar en la galería de la bondad innata. Desconozco si tiene el permiso necesario del obispo, supongamos que sí. Comienza a repartir la comunión y, quizás por su escasa pericia motriz, se le cae una forma al suelo. Otro feligrés en primera fila, se apresura a recogerla y, a falta de mejor acomodo, la sitúa sobre el altar, por lo que nuestro ayudante, siempre educado, le da las gracias, quizás porque su forma física no le permitía agacharse. Naturalmente, ni el uno ni el otro, ni nadie, repara en si ha quedado una partícula en el suelo.

El oficiante lidera otra cola de comulgantes y no se percata del asunto, ni nuestro entrañable viejecito le hace partícipe del incidente. Terminado el banquete, el sacerdote introduce las formas sobrantes en el Sagrario y termina la ceremonia.

Nuestro viejecito no está en forma pero no sufre de Alzheimer afortunadamente Entonces, seguramente para continuar con su benéfica labor, nuestro monaguillo recoge la forma del altar acude al Sagrario y, tras pelear con la puerta que se resistía, introduce el cuerpo de Cristo y se marcha con la satisfacción del deber cumplido.

Insisto: no hablo de una parroquia progre, liderada por un cura desacralizador, agiornado y violentamente concernido por la fraternidad entre todos los seres humanos, la Madre Tierra y la madre que los peinó. Hablo de un buen sacerdote y de un viejecito encantador, dispuesto a echar una mano en las tareas de culto, así como de otro feligrés que, como decimos en Asturias, andecha, echa una mano antes de que se lo pidan para colaborar en lo que estoy seguro consideraba una buena acción. No, hablo de gente de bien, aunque persiste la duda sobre si sólo somos gente de bien o también gente de fe. Porque, perdonen la insistencia: ¿si realmente creyéramos que lo que se introduce en nuestro maloliente esófago es el Hijo de Dios, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, nos comportaríamos de esta guisa? Hablo de los buenos, de los católicos oficiales.

La mayor autoridad mundial del orbe católico en materia de culto, el español Antonio Cañizares, habla de la urbanidad de la piedad como muestra de fe y de amor. Por eso, en contra de lo que manifiesta una autoridad aún más poderosa, la ministra de Sanidad del Gobierno Zapatero, Trinidad Jiménez, así como clérigos progresistas, de los que han renunciado de antemano a ser papas para no perderle donde la infalibilidad, Cañizares aconseja comulgar en la boca y de rodillas, supongo que por dos razones: por respeto al Dios que se anonada y por el bien del hombre, incapaz de valorar cualquier cosa que sea gratis y donde se le exija la humildad de la gratitud.

Bueno, todo lo anterior, quiero decir, mientras lo permita la Gripe A.

Eulogio López

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