(Mateo 18, 5: El que reciba a un niño en mi nombre a mi me recibe)
Edith tenía 14 años en julio de 1945 pero el hambre debilita hasta la memoria y no lograba recordar el día de su cumpleaños. Sufría una vaga sensación de que, si se esforzaba, lo conseguiría porque sabía que había nacido en un día singular del calendario, pero no conseguía recordar el instrumento para recordar.
En Auschwitz aprendes a no sentir, porque todos tus sentidos están pendientes de sobrevivir y ella era la superviviente más joven del campo de la muerte. Sobrevivir durante el minuto siguiente, el resto no importaba.
Te cansas de sentirte mal, de preguntarte qué ha sido de los tuyos, a los que no volviste a ver desde que el tren entró en el campo.
Al final, cuando los carceleros huyeron, los prisioneros abandonaron el recinto como zombis ya antes de que llegaran los rusos. Cada cual cogió la ropa de abrigo que pudo encontrar. Porque en Birkenau hasta en primavera hacía frío. Los liberadores no estaban para regalar nada. Los prisioneros echaron a andar sin rumbo, en la dirección aleatoria elegida por el primero.
Al final, tras vagar por los bosques polacos, Edith acabó en Cracovia. Muchos judíos como ella se hacinaban en la estación a la espera de algún convoy que quisiera llevarles lejos, porque lejos del infierno se sitúa el Cielo y porque muchos de ellos sentían aversión, no ya a los alemanes, sino a todos los europeos, a aquellos cristianos que habían albergado a un Hitler que asesinaba a los hebreos y albergaban a un Stalin que les dejaba morir. Empezaba a fraguarse un odio hebreo hacia Europa y un odio aún más particular hacia los cristianos. Sólo que en aquel verano tardío de 1945, a Europa le quedaba poco que odiar.
Pero Edith no era capaz de hacerse esos análisis de adulto. Allí estaba, en la estación de tren de Cracovia, sin temor a que la gasearan pero con no menos temor al hambre y al frío. Los ferroviarios polacos les permitían vegetar en la estación, convertida, vestíbulo incluido, en una enorme sala de espera. Los desheredados aguardaban un convoy, de pasajeros o de mercancías, que hiciera la vista gorda para trasladarles a la tierra de Israel. Pocos sabían de lo que hablaban pero todos sentían que aquel era su refugio natural. Edith sabía menos que nadie pero algo le empujaba a ir a allí como un náufrago busca tierra firme sin preocuparse de cómo va a ser recibido. Y, al parecer, desde Polonia a Israel, se viajaba en tren y por el oeste.
En su duermevela permanente, Edith ni se enteró de la entrada de aquel hombre, embutido en una sotana negra de seminarista. Observó el panorama y se fijó en ella, tumbada en el suelo y con la mirada perdida en el techo. Llevaba en la mano una taza de algo que humeaba y, sin decir palabra, se la ofreció a Edith. Esta se medio incorporó y se abalanzó hacia aquella fuente de calor, pero el seminarista sabía que su estómago estaba cerrado y no podía recibir aquella bendición en forma de te sino a pequeños sorbos.
-Tranquila: nadie te lo va a quitar.
Edith consiguió ingerir las primeras gotas y el resto resultó más sencillo. Ya casi se había olvidado de lo que el calor representa para el cuerpo humano.
La muchacha sólo podía agradecer aquel regalo con la mirada. Hablar le resultaba doloroso y, lo que es peor, se había acostumbrado a callar, al silencio continuo y ominoso. Así que se contentó con escuchar a aquel joven eslavo que le sonreía:
-Me llamo Karol y, mientras te cuento una historia, te voy a traer algo de comer. Luego, tú me dirás a mi cómo te llamas.
Volvió con un pequeño bocadillo de queso y los ojos de Edith se abrieron como platos. El hombre de negro comenzó a desmigar el pan y a trocear el queso en trozos diminutos mientras iba introduciéndolos en su boca. Ocurrió lo mismo que con el té. El primer minibocado fue el más difícil. Entre el ansia del hambre y la dificultad de introducir el bocadillo en el estomago, la adolescente sufría lo suyo. Al final, lo consiguió y su aparato digestivo comenzó a aceptar el alimento. Con cada trozo de alimento, se le despertara el alma.
-Eres judía, ¿verdad?
A Edith aquella condición no le parecía entonces gran cosa, sólo un pesar.
-Pues es muy importante. Yo nací en una ciudad donde había muchos de tu raza, alguno de ellos fueron mis mejores amigos cuando era niño.
Edith no respondía, pero tenía los ojos fijos en él.
-No todo el mundo se comporta como en ese horrible lugar donde has estado, ni toda la gente trata a los demás como te han tratado a ti.
Ahora Edith miraba hacia un lugar perdido, al fondo de la sala. Aquel hombre debía ser mago, porque sabía de lo que hablaba.
-Ni tan siquiera pierdas el tiempo en odiarles, porque el pasado ya está en la misericordia de Dios.
Edith comprendió aquellas palabras como se entiende la música. Sonaban bien pero no acababa de comprenderlas. Su madre le hablaba de Dios, de un Dios justo que hablaba al hombre, pero Dios había desaparecido de su vida, junto a su madre. Se lo habían robado antes de que tuviera discernimiento para poder dirigirse a él con confianza. Y claro, Dios había desaparecido de su existencia. A lo mejor es que no había lugar para él en un campo de exterminio. Pero si su humillación era ya misericordia de Dios…
Entonces, Karol le acarició el cabello, lo único que había mantenido su dimensión natural en aquel cuerpo macilento.
A continuación, se quitó la sobrepelliza y la convirtió en el primer abrigo de Edith en años y ella se dejaba hacer sin mover los labios. Con aquella prenda, más que caliente, se sentía, por primera vez en mucho tiempo, protegida.
El seminarista le peguntó:
-¿Adónde quieres ir?
No hubo respuesta.
-¿A la Tierra de Israel?
Edith conocía esa expresión. Se lo había oído a su padre, antes del desastre. Recordaba descripciones que entonces no entendió, sobre el terror que se acercaba desde Occidente. Y también aquello otro de que la tierra prometida volvía a ser la meta del pueblo elegido, un par de milenios después. Así que, aunque le costaba un mundo expresarse, meneó la cabeza con un gesto de asentimiento. El hombre de negro sonrió, al contemplar el primer acto volitivo de la adolescente.
Todo aquel tiempo, el samaritano estaba pendiente de Edith pero no por ello dejaba de contemplar a quienes le rodeaban. En concreto, había fijado su atención en una familia, padre, madre y dos hijos pequeños, sentados al fondo, en el suelo de la sala, con sus espaldas contra la pared. Comprendió enseguida que eran judíos llegados del Este. En sus rostros y en sus figuras se reflejaban las privaciones que habían pasado pero no llevaban, como Edith, la marca indeleble de los campos de exterminio. Se acercó a ellos y mantuvo una conversación, no muy larga, en ruso. La negociación terminó con la entrega de una cantidad de dinero con el que el hombre de negro vació sus bolsillos. El padre se resistía a aceptar ese dinero pero terminó por cogerlo. Los miserables tienen un estricto código de la justicia y comprendió que el pago era justo.
A continuación Karol cogió en brazos a Edith y la depositó junto a la madre de aquella familia de desnutridos. En cuanto vio que ésta le pasó el brazo por los hombros el sacerdote besó en la frente a Edith y se dispuso a marcharse. Antes de volverse, oyó una voz desconocida que le decía:
-Me llamo Edith. Ahora lo recuerdo.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com
(Posdata): Pocos méritos puedo atribuirme en este relato extraído. No inventado, real, que resulta un casi-plagio vergonzante de "Hasta el último aliento", maravillosa obra de Carlos Alberto Marmelada "Hasta el último aliento", que no dejaré de recomendar, sobre la vida del beato Juan Pablo II.