En la noche del 12 al 13 de enero fallecía el catedrático de instituto Rafael Gambra. Horas antes, el tránsito le correspondía al periodista Alberto Otaño. Casi todo lo que sé de filosofía, y hay que reconocer que no es mucho, se lo debo a un librito leído por millares de universitarios, titulado "Historia sencilla de la filosofía", obra de don Rafael. Al menos ese fue el comienzo, periplo muy similar al de otros muchos. Gambra ha sido, probablemente, uno de los mejores divulgadores de la filosofía. Al parecer, para enseñar la universidad sirve de poco. Los viejos cátedros de instituto, los huesos duros, nos 'desasnaban' con mayor eficacia.

Y también el día 12 moría Alberto Otaño, de profesión redactor jefe, esa figura clave en todas las redacciones. Trabajé junto a él, al menos durante dos años. Y con él me volví 'comodón': cualquier error o errata, cualquier lapsus, incluso cualquier barbaridad, podía verterse en una cuartilla a sabiendas de que detrás estaba Alberto, que pondría las cosas en su sitio. Su último cargo, como redactor jefe del semanario Época, constituyó otra lección viva del periodismo. Cuando miro las fotos que hoy publican los diarios y le veo con una espléndida sonrisa no piensen en ningún tipo de maquillaje o en una excepción a la regla: era su sonrisa habitual. Lo mejor que puede decirse de Alberto Otaño es que nunca quiso ser editorialista.    

Eulogio López