Viajaba yo en el autobús urbano madrileño con una señora de mediana edad sentada al lado. De repente, el autobús pasa por delante de una iglesia, es decir, de un sagrario, y la señora se santigua. Miradas sorprendidas. Asombradas e incluso aviesas, se vuelven hacia ella. Abundan, sobre todo, los indecisos: ¿Se habrá santiguado, o simplemente ha sido una sucesión de gestos y movimientos que ha simulado el pérfido signo religioso?
El autobús pasa por una segunda iglesia: la señora no se lo piensa, se santigua de nuevo. Entonces, la duda se convierte en estupor: ¡Cielo Santo, qué señora! Y no es gitana, ni peruana, ni parece analfabeta. Está claro, los curas tienen demasiados altavoces: hay que confiscarlos.
Los autobuses madrileños desarrollan recorridos largos. Ahora pasa por la iglesia-catedral de San Isidro : santiguazo al coleto. El personal se empieza a poner nervioso. Esto ya raya en la provocación. Antes de despedirme le advierto que me han dado ganas de aplaudir. La desconocida me responde:
-Si se cree, se cree.
Me he acordado de la señora cuando, repasando el último libro de Juan Pablo II,
Memoria e Identidad, me he encontrado con el siguiente análisis sociológico del Papa: Preocupa una cierta pasividad que se nota en la postura de los ciudadanos creyentes. Se tiene la impresión de que en otras épocas había sensibilidad más viva respecto a sus propios derechos en el campo religioso y, por tanto, era más ágil su reacción para defenderlos con los medios democráticos disponibles. Hoy todo esto parece en cierto modo atenuado, e incluso paralizado, tal vez por una insuficiente preparación de las élites políticas. En el siglo XX hubo muchas tentativas para que el mundo dejara de creer y rechazara a Cristo. A finales de siglo, y también del milenio, estas actividades destructivas se han debilitado, pero dejando tras de sí una gran devastación. Han provocado un deterioro de las conciencias, con consecuencias ruinosas en el campo de la moral, tanto por lo que se refiere a la persona y a la familia como a la ética social. Lo saben mejor que nadie los sacerdotes que están diariamente en contacto con la vida espiritual de las personas. Cuando tengo ocasión de conversar con ellos, me cuentan a menudo relatos estremecedores. Europa, al filo de dos milenios, podría definirse, lamentablemente, como un continente asolado. Los programas políticos, encaminados sobre todo hacia el desarrollo económico, no bastarán por sí solos para sanar estas heridas. Pueden incluso empeorarlas.
O sea, que no sólo de pan vive el hombre, si ustedes me entienden.
Y que buena parte de los males de la Iglesia tienen su explicación en la cobardía de muchos cristianos, empezando por mí.
Actualmente se celebra el Año de la Eucaristía, y actualmente se celebra el Sínodo Diocesano de Madrid. A lo mejor, todo era tan sencillo como esto : Hacer coincidir ambas cosas bajo un mismo epígrafe: abrir las iglesias 24 horas, 365 días al año, y sacar al Santísimo de los Sagrarios para exponerlo a todos los fieles. Porque la libertad religiosa es la que se vive ante el mundo. Es lo que expide el Papa y lo que practicaba la señora del autobús, que tenía... dos agallas muy bien puestas.
Eulogio López