La policía española detuvo el pasado sábado 12 a 19 personas como responsables de una red de pederastas. Una red en todas sus fases: captaban niños, les utilizaban como instrumentos sexuales, grababan las imágenes y luego las distribuían.
A partir de ahí, comenzó la sesión. El ministro del Interior, José Antonio Alonso, ministro del mismo partido que retiró del Código Penal el concepto de corrupción de menores, se felicitó por la operación policial (nos felicitamos todos, qué conste).
La clase política y la clase periodística, que mantienen fuertes similitudes, con perdón de los periodistas, se lanzaron a una campaña de calificativos, que son las campañas donde se derrocha mayor talento. Por ejemplo, he podido leer eso de lo peor de la sociedad, u otra red execrable.
Y todo esto es bello e instructivo. En efecto, rasgar la inocencia de la infancia y alcanzar la tortura y el asesinato por móviles sexuales es muy fuerte hasta para los más insensibles. Ahora bien, con cada noticia sobre detención de pedófilos, a mí me surgen dos cuestiones: la primera es, ¿por qué la pedofilia es prácticamente siempre, homosexual? La segunda, si la pederastia es lo peor de la sociedad, ¿es porque la libertad sexual tiene límites? ¿No habíamos quedado en que no había límites, que las coacciones sexuales no eran más que inventos de los curas y de moralistas con halitosis?
Cuando se publicitaron los casos de curas pederastas en Estados Unidos (horribles, pero interesadamente exageradísimos), el entonces presidente de la Conferencia Episcopal norteamericana, monseñor Wilton Gregory, afirmó que la lucha continuaba para evitar que los homosexuales continuaran controlando los seminarios norteamericanos. Ya sabía de lo que hablaba, ya.
Al final, todo consiste en evitar una verdad palmaria: el homosexual no es más que un heterosexual degenerado, y el pederasta no es más que un homosexual aún más degenerado todavía. ¿Siempre? No, sólo en el 95% de los casos. La pederastia es buena prueba de ella.
La segunda cuestión no es menos relevante. Al parecer, el discurso cultural imperante ha decidido que la libertad sexual es absoluta salvo si se trata de niños. Lo primero que habría que preguntar es: ¿Por qué ese límite y no otro? Pero, en cualquier caso, ¿no habíamos quedado en que no había límites, y en que sólo la libertad individual es lo que debe primar? Entonces, ¿por qué el veto al sexo con niños?
Quizás, porque la gente puede no tener conciencia, pero tiene estómago; puede no tener ética, pero tiene estética. El personal puede tener muchas tragaderas pero hay cosas que le producen, antes que nada, repugnancia.
Por cierto, que antes se decía que la Iglesia sólo habla de sexo. La verdad es que ahora habla de todo menos de sexo, y cuando lo hace emplea unos circunloquios tremendos. Pues bien, habrá que recordar que en la sexualidad hay límites, vetos y prohibiciones. Por ejemplo, habrá que recordar que el sexo no es la primera cuestión moral ni mucho menos la más importante (antes del sexto mandamiento existen otros cinco, y el noveno viene precedido por otros ocho), pero sí guarda una peculiaridad: en el sexo no hay parvedad de materia. Las relaciones sexuales, o la vida sexual, o es una maravilla o es un pecado mortal (me encanta emplear este lenguaje de catecismo que tanto escandaliza a la progresía bienpensante): no hay término medio.
Eulogio López