(Mateo 10, 34-40; Mateo 19, 5-6; Génesis 2, 21-24)

El Maestro había girado su primera visita a Jerusalén y el 'establishment' judío ya había establecido que aquel galileo era, no ya uno de sus adversarios, sino su principal enemigo. Afortunadamente, aquella primera estancia en la capital había sido breve, porque si llega a ser más larga… Los jerosolimitanos ya estaban bastante impresionados por aquel hombre llegado de la vulgarísima Galilea, quien había devuelto la vista a un ciego y enderezado a un tullido, ambos archiconocidos en la capital hebrea. Y lo peor: algunos prebostes de la Comunidad, bien relacionados con el poder romano, habían caído en sus redes. El caso más preocupante era el de Yasser, heredero de una familia de comerciantes en seda, más que acomodados, tan bien relacionada con el Pretorio romano como con la atrabiliaria corte del sátrapa Herodes. Al tiempo, Yasser era un generoso donante del Templo, es decir, apreciado por el Sumo Sacerdote.

Yasser, el primogénito, parecía hacer honor a su hombre, que significa en lengua hebrea "Dios nos protegerá". Estaba bien protegido, desde luego. Tanto es así que había matrimoniado con la hija de uno de los juristas del Gobernador, llegado desde Roma con la última cohorte romana. El nombre de su esposa era Lucrecia. Y no, a Lucrecia no le había hecho gracia que, tras el paso del Nazareno en la capital, su esposo corriera tras el Maestro hacia el norte, abandonando sus quehaceres y la atención debida a la matrona, es decir, a ella misma, quien todavía no era madre, pero quería pasar por matrona.

Y si hubiera sabido lo que ocurría en el Norte, el paisanaje que su esposo contemplaba aún se hubiera preocupado más:

-No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra.

La advertencia tenía su aquel, pues el Maestro se estaba dirigiendo a padres acompañados de sus hijos, a hijas con sus madres y hasta alguna que otra pareja de nuera y suegra.

-… y los enemigos del hombre serán los de su misma casa.

Lo peor del Nazareno era que, en sus planteamientos más hirientes, en lugar de retroceder daba un paso más allá:

-Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí y quien ama a su hijo o su hija más que a mí no es digno de mí.

Si Lucrecia escuchara aquello… 

Pero a Yasser aún le impresionó más el colofón, aparentemente sin relación con el capítulo precedente:

-Quien no tome su cruz y me siga no es digno de mí.

Y la guinda de la tarta:

-Quien encuentre su vida, la perderá pero quien pierda su vida por Mí, la hallará.

Yasser había encontrado su vida con su esposa y, a pesar de haber matrimoniado con una gentil contaba con el respeto de su entorno. Vamos, que se encontraba a gusto en el mundo. Pero aquella propuesta le atraía. En segundos ya se había planteado perder su vida y plantearle a su esposa que abandonaran su comodidad y se fueran a anunciar el Reino de Dios, mayormente por el desierto, tal y como hacían los apóstoles y algunos de los discípulos más aventajados del Maestro. Sólo había un problema: sabía que Lucrecia ni se lo plantearía y que, además, si persistía en su empeño llegaría a la ruptura del matrimonio. Pero tenía que tomar una decisión.

Yasser no se atrevía a dirigirse al Maestro, así que decidió consultar a su guardia pretoriana, a los apóstoles, pues a aquellas alturas se veía que codirigían la predicación. Los hermanos Santiago y Juan eran partidarios de aplicar las palabras del Maestro al pie de la letra, según costumbre. Su postura era muy simple: si hay que amar a dios más que a los hombres, también más que a la esposa. Si Yasser quería predicar la buena nueva y su esposa se iba a negar, y considerando que los enemigos del hombre son los de su propia casa, el asunto no ofrecía dudas: Yasser debía dejar a Lucrecia y venirse con ellos. Además, no tenían hijos.

A pesar de su juventud, los hermanos Zebedeo, con su prodigiosa memoria, aturrullaban a todo el Colegio Apostólico, enlazando, una y otra vez, las citas del Maestro, en ese momento ausente, mientras sus compañeros apenas sabían qué responder. Pero Pedro, ya nominado vicepresidente, poseía la gracia de Estado del cargo, del cargo de vicejefe y, visto que el Maestro se había retirado a orar y no procedía molestarle, decidió acudir a la única autoridad verdadera de aquel colegio de novatos, a mi Señora Miriam. Simón confiaba en la unanimidad popular… salvo que dicha unanimidad no contara con el apoyo de la Única.

La verdad es que a Yasser le extrañó la propuesta petrina. No parecía inteligente consultar una cuestión matrimonial a una mujer. Las mujeres sienten más que piensan. Por otra parte, mi Señora Miriam podría ser la madre del Profeta, pero toda su actividad parecía la propia de un ama de casa: preparaba la comida, lavaba la ropa, proveía de agua y se preocupaba de que los sanados o liberados por su hijo tuvieran ropa y comida para los primeros días de su recuperada vida. Todo muy loable pero no un gran currículum como asesora. Sin embargo, Simón Pedro era el jefe, y el jefe había dicho que quería saber lo que tenía que decir mi Señora Miriam. Con su tono habitual, el pescador no perdió el tiempo con prolegómenos:

-Madre, aquí hay un jerosolimitano que quiere unirse al Grupo. Desea venir con nosotros a predicar. Pero está casado y –añadió- ni tan siquiera casado en el templo. Tomó mujer entre los romanos. Dime Madre, si un hombre tiene como enemigos a los de su propia casa y debe ser digno de Dios antes que de los hombres, ¿no debería abandonar a su mujer y dedicarse a ser ministro de la palabra? Todos pensamos que sí. ¿Tú qué piensas?

Mi Señora Miriam miró a Yasser con aquella sonrisa pícara que iluminaba su rostro en todo momento. Luego se volvió al portavoz y… se le entendió todo:

-No Simón, no debe abandonar a su esposa porque no puede: forma con ella una sola carne. Dios ya le ha reservado su lugar. Y desde él es desde donde debe dar testimonio.

-Los enemigos del Hijo serán los de su propia casa. Insistió, terco, Santiago llamado el mayor.

Pero no su propia carne. Si tal ocurriera, entonces el primer objeto de predicación, la propia carne, resultaría inalcanzable.

Yasser, el interesado, habló por vez primera:

-Mi esposa dice que he enloquecido por seguir a vuestro hijo, señora. Y creo que jamás cambiará.

-Y tiene mucha razón –sonrió-: hay que estar loco para seguir a mi hijo. Pero tú no sabes si cambiará. Eso sólo lo sabe Él. Por otra parte, no puedes abandonar a tu propia carne: te romperías.

Luego dirigiéndose a todos, exclamó:

-Todos, incluyendo a Yasser, habéis sido llamados a seguir a mi Hijo. Cada cual en su lugar. Tú, Yasser, como esposo. Predicarás su palabra en tu casa y por toda Jerusalén. Predicarás, sobre todo, con tu fidelidad a tu esposa, que es fidelidad a Dios y a ti mismo. Esa es tu tarea y no es menos importante que la de Simón, Jacobo o Juan. Y cuando mi Hijo vuelva a Jerusalén, y será dentro de no mucho tiempo, invítale a tu casa para que tu esposa le contemple cara a cara. Entonces comprenderá.

El adolescente Juan se quedó mirando a mi Señora Miriam y solicitó una última aclaración:

-¿Y eso será siempre así, Madre?

-Sí, Juan: cada cual en su lugar, a lo largo de los siglos y, especialmente, al final de los tiempos. Entonces mi Hijo fundará el pueblo definitivo, hará nuevas todas las cosas. Ahora ha puesto en marcha una nación, cuyos primeros ciudadanos sois todos vosotros, especialmente tú, Simón. Pero ya hay otra Iglesia en marcha, la Iglesia doméstica, que acompañará a la otra. Es esta una Iglesia creada por un varón y una mujer, que forman un solo cuerpo y que trasmiten a sus hijos la fe en mi Hijo a lo largo de las generaciones.

Se podía oír el vuelo de una mosca cuando mi señora Miriam continuó:

-El final de este mundo llegará cuando se produzca la doble infidelidad, la de las dos iglesias. No os preocupéis: falta mucho, pero la batalla ya ha comenzado.

El Iscariote, al fondo del grupo, hizo su último intento:

-A lo mejor el Maestro no opina  lo mismo.

Pero Simón Pedro exclamó:

-¿Estás tonto, Judas?

Luego, se volvió a Yasser y le ordenó:

-Prepara tus cosas: regresas a Jerusalén.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com