El ataque contra los Legionarios de Cristo, esa maravilla fundada por el Padre Maciel, ha dado donde más duele. De hecho, todas las acusaciones pueden resumirse en una: el Padre Maciel es pederasta. Ningún otro delito (incluido el asesinato de niños) provoca tanto aversión como la pedofilia. Podemos comprender al homicida, al abortero, al suicida, al esclavista, al violador, al racista, al terrorista, incluso, en ciertas ocasiones, algunos de ellos pueden resultarnos simpáticos, y sus posturas, comprensibles, pero no hay piedad alguna para el pederasta.

Además, hay que calumniar sobre aquello que resulte creíble. Después de los escándalos de pederastia en algunos (pocos, que conste) sacerdotes norteamericanos, influenciados por los aplausos a la homosexualidad, si se acusa de pedófilo a un cura, la mayoría se lo creerá sin necesidad de demostración alguna. Si el acusado es, además, un católico ortodoxo, comprometido, de los que hacen daño al Maligno, entonces, la acusación de pederasta se convierte en definitiva, demoledora, incontestable. Que sea verdad o mentira pasa a un segundo lugar.

Pues bien, desde 1978, nunca he visto a Juan Pablo II actuar con tanta dureza como contra los curas pederastas norteamericanos. Llegó hasta donde puede llegar un Papa y más allá. Ahora se acusa al Padre Marcial Maciel de eso mismo. ¿Qué ha hecho Juan Pablo II? Felicitar con una afectuosa carta al Padre Maciel, con motivo del sexuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal. No contento con ello, el Papa ha respaldado a Maciel y a sus legionarios encargándoles un nuevo Instituto Pontificio en Jerusalén.

Reconozco que hay movimientos católicos que no he entendido o que, simplemente, no me caían simpáticos. Pero mi terapia no falla: miro hacia Juan Pablo II y, sobre todo, miro hacia donde él mira, y acabo viendo lo que no había visto y colocando a cada cual en su zona respectiva. Aconsejo la terapia. Nunca falla, aunque al propio Karold Wojtyla no le agrada: Dice que no le gustan los papistas. Y éste es el único punto en el que algunos no estamos dispuestos a hacerle el menor caso.

Eulogio López