Lo único positivo de la Sareb, si es que tenía algo positivo, era que no computaba como deuda pública porque el 55% del capital estaba en manos de entidades privadas frente al 45% en manos del Estado, a través del Frob. Una mera formalidad contable ya que las deudas se deben pagar igualmente.

La situación ha cambiado radicalmente, sin embargo, desde que Europa el dijo al Gobierno Sánchez que de eso nada, que la deuda de la Sareb -35.000 millones de euros- debía computar como deuda pública, por lo que el déficit público del Estado cerró 2020 por encima del 120% del PIB y no en algo más del 117% como dijo el Gobierno.

La trayectoria de la Sareb no ha podido ser más errática desde su nacimiento, en 2012. Belén Romana, la primera presidenta, comenzó vendiendo grandes paquetes de activos a fondos, pero a precio de derribo. Oiga, para regalarlos no hacía falta un banco malo. Luego pasó a la venta al por menor, pero el ritmo era tan lento que hacía imposible cumplir el plazo de quince años que marcó el Gobierno. De hecho, el Ejecutivo se está plantendo prorrogar el final del banco malo más allá de 2027, para alegría de sus empleados. Ahora que computa como deuda pública, sin embargo, a lo mejor no es tan buena idea hacerlo.

Por cierto, este viernes hemos conocido las remuneraciones de la cúpula durante 2020. El año que la sociedad perdió 1.073 millones de euros, un 13,3% más, el presidente, Jaime Echegoyen, cobró 375.374 euros, un 8,4% menos que el año anterior al renunciar al variable. Y el CEO, Javier García del Río, ganó 286.777 euros desde su incorporación, en el mes de febrero. Su remuneración anual alcanza los 330.000 euros. Suma y sigue, los 15 miembros del consejo de administración cobraron un total de 1,09 millones, un 13,7% menos que en 2019.

Sí, la Sareb fue una mala idea mal ejecutada.