Me gusta el obispo José Ignacio Munilla porque es un tipo entusiasta. Le han multado por llevar al dentistas en su coche a una inmigrante sin dinero y sin medios para pagar al odontólogo. Cosa grave llevar a una pasajera a que le alivien el dolor. Eso, señor cura, es ilegal en estado de alarma: que se fastidie la impecune con su dolor de muelas. ¿Es que no sabe que puede provocar muertes? Fue multado.

Y el obispo de Guipúzcoa pidió perdón por la infracción y también dejó un rastro de ironía -por eso me cae simpático- al manifestar que también perdonaba al delator que había dado el queo a la pasma… en este país de chivatos en el que se ha convertido España.

Hoy contamos en Hispanidad cómo Munilla ha puesto el dedo en la llaga de la nueva épica del sentimentalismo. Asegura el prelado que el coronavirus ha disparado nuestro aprecio por la vida… que nos ha sido dada. No hay más que ver a los miembros del Gobierno Sánchez hablando de los héroes sanitarios -y en parte lo son- que cuidan de los infectados y de cómo los ministros nos recuerdan que hay que cuidar de nuestros abuelos.

Muy cierto, son nuestros mayores a quienes con más saña ataca el virus. Y aquí somos católicos no protestantes. Es decir, no somos utilitaristas. No somos, por ejemplo, como en Holanda, donde las propias autoridades reconocen que no admiten en los hospitales a los ancianos afectados por el Covid-19 porque no tienen muchas posibilidades de sobrevivir. Salvemos al joven que vivirá más años

Países Bajos, muy bajos, fue el primer Estado que introdujo la eutanasia; el viejo es un ser molesto. Lo mejor es que apresure el paso hacia el final.

Y entonces es cuando Munilla se pregunta -más bien lo hago yo, que tengo más libertad que él- si, después de todo este loable desvelo por nuestros mayores, señores socialistas y comunistas, ¿seguirán ustedes con su proyecto de ley de eutanasia?

No lo dude monseñor Munilla: sí.