Los bancos españoles han vivido durante años en un océano de liquidez y con los tipos de interés en negativo, es decir, sin posibilidad de sacar adelante el negocio bancario tradicional de toda la vida. Tuvieron que suplir la falta de ingresos, y lo hicieron de la manera clásica, con un toque moderno: recortando costes, o sea, reduciendo la plantilla y supliendo el cierre de oficinas y cajeros con la digitalización.

El principal empeño era aumentar la masa crítica de clientes, porque la banca se había convertido en un negocio de escala. En otras palabras, las grandes entidades relegaron el negocio de banca privada y centraron sus esfuerzos en buscar la manera de reducir los gastos a su mínima expresón.

Todo ese panorama dio un vuelco en verano de 2022, con la subida de tipos y, más relevante aún, la retirada de estímulos por parte del BCE. El dinero comenzó a recuperar su valor y los bancos su negocio tradicional. El negocio de banca privada volvió al primer plano.

En esta nueva etapa, de máxima incertidumbre y volatilidad, Santander, Caixabank y BBVA se reparten la mitad del pastel de banca privada en España, un porcentaje que se eleva hasta el 70% aproximadamente si sumamos a Sabadell y Bankinter.

El problema es que no es lo mismo hacer banca universal que banca privada y, mucho menos aún, banca privada o patrimonial, en la que el cliente exige, no solo un trato exclusivo -el ‘confesionario’, esto es, ser recibido por el gestor en un despacho aparte, alejado de las miradas de los curiosos-, sino co-invertir en los mismos activos que la entidad.

En definitiva, las entidades han pasado de pelear por tener la mejor aplicación móvil a tener a los mejores gestores de banca privada y personal. Ahora sí es negocio.