Durante este verano de 2025, las marquesinas de las autovías españolas se han llenado con el siguiente mensaje: "243 fallecidos, verano 2024". Por supuesto, a la sobra de su frase favorita mensaje “por tu seguridad”. Y, sin embargo, ¿es la seguridad realmente la prioridad del Estado? ¿O es esta una nueva puesta en escena del aparato estatal para proyectar culpabilidad sobre el ciudadano y esconder su propia responsabilidad?

Las cifras oficiales no dejan de ser estremecedoras: 1.154 personas fallecieron en accidentes de tráfico en vías interurbanas, 14 más que en 2023, en un contexto de récord histórico de desplazamientos (463 millones, un 3,15 % más). Desde 2018 no se registraba un número tan alto. Y a esto se suman más de 4.600 heridos graves. El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, ha calificado la cifra de “inasumible” y ha prometido que «no nos vamos a quedar con los brazos cruzados». Pero, ¿qué significa realmente no quedarse con los brazos cruzados?

En los pasillos del Ministerio del Interior no hay lágrimas. No hay duelo sincero por cada vida perdida en la carretera. Hay cálculo. Hay costes. Hay balances. Porque el Estado no ve personas, sino contribuyentes, votantes o estadísticas. De hecho, los datos que dan los tratan como estadísticos, de los que, si extrapolamos los 463 millones de desplazamientos, la muestra es ridícula. Sin embargo, la usan para manipular el sentimiento de los ciudadanos

La política de tráfico que gestiona con mano de hierro Pere Navarro Olivella, se ha convertido en un instrumento de control, presión y recaudación. Las multas son la respuesta habitual del sistema cuando dice “no nos quedamos con los brazos cruzados”. Y el relato moralizante -culpabilizador- que acompaña a esas cifras se parece peligrosamente a las narrativas estatales sobre otros temas, desde donde siempre se le exige al ciudadano la redención

Si de verdad el Estado estuviera apenado por las muertes en la carretera, no permitiría que la red vial española se haya degradado hasta niveles alarmantes. El propio Tribunal de Cuentas ha advertido en informes recientes sobre el déficit en conservación de infraestructuras. Hay baches sin resolver, señalizaciones obsoletas, iluminación deficiente y tramos enteros en mal estado que convierten la conducción en una ruleta rusa. Pero eso no aparece en los anuncios de la DGT. No vende. No renta políticamente.

La política de tráfico que gestiona con mano de hierro Pere Navarro Olivella, se ha convertido en un instrumento de control, presión y recaudación. Las multas son la respuesta habitual del sistema cuando dice “no nos quedamos con los brazos cruzados”. Y el relato moralizante -culpabilizador- que acompaña a esas cifras se parece peligrosamente a las narrativas estatales sobre otros temas, desde donde siempre se le exige al ciudadano la redención.

Lo que de verdad le preocupa al Estado no son las vidas truncadas, sino el coste hospitalario que supone cada herido grave, o la pérdida de contribuyentes en activo que dejan de ingresar por IRPF. La ecuación es sencilla: cuando un conductor muere, el Estado pierde rentabilidad. Porque en el fondo, la preocupación institucional por las muertes en carretera no es ética, es económica.

Quizá, por eso se permite que el sistema de mantenimiento de carreteras esté en retroceso. Por eso no hay una auditoría pública de los tramos negros que no se arreglan. Porque arreglar asfalto no recauda, pero sí lo hace el radar móvil escondido tras un arbusto “por su seguridad”. El relato es inapelable, los conductores no mueren por culpa del mal estado de la vía, sino porque el conductor iba rápido, porque bebió, porque miró el móvil. ¿Y si algunas de esas muertes no se hubieran evitado con más multas, sino con mejor pavimento, más visibilidad o más inversión?

La palabra “seguridad” se ha convertido en una coartada. Se invoca para justificarlo todo: restricciones, vigilancia, censura, control digital. Seguridad sanitaria, seguridad energética, seguridad climática... y también seguridad vial. Pero nunca se habla de seguridad jurídica, de seguridad ciudadana real en los barrios, ni de la seguridad económica de las familias. Porque esas no permiten controlar, fiscalizar y moldear al ciudadano a imagen y semejanza del relato estatal.

El uso político del victimario de tráfico es tan inmoral como el de cualquier otra tragedia social. Lloriquean públicamente porque sirven para algo: justificar más medidas, más controles, multas más altas y abundantes... No hay compasión. Hay estrategia.

Para un gobierno que promueve legislaciones que permiten matar en el vientre, cortar la adolescencia con hormonas o aplicar la eutanasia en vez de tratamientos paliativos, el discurso sobre los muertos al volante se convierte en un acto de hipocresía intolerable

En la narrativa oficial, el ciudadano es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Por eso la política es cada día más intervencionista, porque si hay algo que sale mal, es porque no ha cumplido las normas exhaustivas, coercitivas y cada día menos abarcables. El relato del Estado moderno es el de la pedagogía del castigo. No educa, sino que reprende. No previene, sino que sanciona. Y mientras tanto, los verdaderos responsables —los que no invierten en seguridad vial, los que recortan en mantenimiento y los que priorizan otras partidas ideológicas—, no aparecen en las marquesinas.

Como provida convencido, afirmo sin ambages que cada vida perdida en la carretera debería doler, debería indignar, y debería mover a acción real, y no a la propaganda. Pero para un gobierno que promueve legislaciones que permiten matar en el vientre, cortar la adolescencia con hormonas o aplicar la eutanasia en vez de tratamientos paliativos, el discurso sobre los muertos al volante se convierte en un acto de hipocresía intolerable.

Si de verdad importara la vida, se invertiría en cada centímetro de asfalto, se repensaría la ingeniería vial, se promovería una conducción segura desde la responsabilidad y no desde el miedo, se daría una formación preventiva desde los colegios invirtiendo en ello más que en los radares como vía recaudatoria. Por eso, cada año, volverán a recordarnos en verano cuántos murieron, para seguir construyendo su relato y protegiendo su estructura de poder.

No, no es “por tu seguridad”. Es por su control. Y por su rentabilidad.

Educación vial respuesta a una necesidad social (Oikos Tau), de Carmen Jiménez. La educación vial es esencial para garantizar la seguridad en las carreteras y debe incorporarse a lo largo de toda la vida del ciudadano. El proyecto "Provida", impulsado por la Facultad de Educación de la UNED y la DGT, se dirige a instituciones y personas interesadas en promover la formación vial desde el sistema educativo, la formación continua y redes sociales emergentes. La obra recoge experiencias, asignaturas y colaboraciones que refuerzan su valor como necesidad social.

Disculpe, es por su seguridad (Descontrol), de Gabriel Ruiz Enciso. La inseguridad se ha convertido en un rasgo central de nuestra era, no como algo fortuito, sino como parte de una estrategia con fines concretos. A lo largo del tiempo, se han promovido temores —al otro, al futuro, al cambio— que favorecen tanto el control social como el beneficio económico. Este libro analiza críticamente el entramado de la seguridad actual, proponiendo modelos alternativos que no sacrifiquen libertad ni justicia social.

La gallina Gallineta: La prudencia es vital (Pittaluga&Miranda), de Adelaida Pittaluga. ¿Qué le sucedió a la gallina Gallineta por ser tan imprudente y pizpireta y no ver el semáforo en rojo ni mirar para ambos lados de reojo? ¿Qué sorpresa le organizaron sus queridos amigos? Este divertido cuento, enseñará a los más pequeños la importancia de ser prudentes y de estar atentos al momento de cruzar la calle. Una gran herramienta tanto para madres y padres como para docentes de Educación Infantil.