Cuando se fundó en 1945, la Organización de las Naciones Unidas asumió un reto ambicioso: bajo el ideal de la diplomacia multilateral, proponer políticas que redujesen el riesgo de guerra entre las grandes potencias y pusieran al mundo en un rumbo de paz colectiva. Efectivamente, durante sus primeras décadas, la ONU jugó un papel real de pacificación: supervisó descolonizaciones, medió en conflictos locales y promovió que países desarrollados colaboraran con economías en vías de desarrollo. En parte era un órgano donde Occidente y el Sur global que se sentaban en una mesa común y alcanzaban acuerdos de estabilidad. Ahora, 80 años después sus frutos se recogen en medio de guerras, divisiones, polarizaciones sociales y crisis financieras.
Pero el multilateralismo ideal comenzó a resquebrajarse en los años 80. Y como con todo lo que hay en la alta política, esa metamorfosis no era fortuita ni inocente. Cambios de estrategia, prioridades y, sobre todo, la irrupción de corrientes ideológicas que reconfiguraban el poder global. En ese proceso, Estados Unidos desempeñó un rol pionero al introducir con su doctrina oficial un instrumento de control demográfico disfrazado de política de seguridad: el célebre NSSM-200, más conocido como “Informe Kissinger”. Y sí, Kissinger y su maléfico informe cambió las reglas de actuación en el seno de la ONU y, con ello, a las personas que dirigían aquella estrategia de control mundial.
Henry Kissinger, diplomático y estratega estadounidense de origen alemán, fue asesor de seguridad nacional y secretario de Estado entre 1970 y 1977. Bajo su impulso, en 1974 se redactó el “Informe Kissinger”—, cuyo título oficial es Implicaciones del crecimiento demográfico mundial para la seguridad de Estados Unidos y sus intereses en el extranjero. De hecho, el documento sostenía que el crecimiento demográfico en países menos desarrollados podía generar inestabilidad política, presiones migratorias, crisis de alimentos y, en última instancia, comprometer intereses estratégicos de EE. UU. Por ello, recomendaba utilizar “políticas de población” a través del control de natalidad, la planificación familiar y condicionamiento de las ayudas a países tercermundistas.
Este giro marcó un punto de inflexión: la ONU se convirtió en vehículo de agendas globalistas que aplicaban la salud reproductiva (aborto) y derechos humanos que muchos no lo eran, como casi todas las políticas homosexualistas. En paralelo, corrientes progresistas ganaron terreno, imponiendo discursos de tolerancia irracional, fronteras borradas y un creciente proceso de polarización de Occidente, situación que sufrimos hoy.
Desde el cambio de paradigma, la estrategia globalista fue consolidándose. La ONU y sus agencias (OMS, FMI, UNESCO, etc) dejaron de ser árbitros neutrales para convertirse en la palanca ideológica de una política mundial transmisora de visiones progresistas. Así, mientras unas sociedades aceptaban sin crítica la apertura y la inmigración masiva como valores esenciales, la mayoría de las ocasiones a través las legislaciones de cada país que comulgaba con las tesis kisnerianas, otras han reaccionado con temor a la pérdida de identidad y al orden institucional que les amparaba por ley y les representaba democráticamente.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de EE. UU. es un punto de inflexión en la política mundial. Su retórica “America First” ha procurado una ruptura con la diplomacia multilateral, replanteando la relación de su país con la ONU y con los organismos globales. En su más reciente discurso en la Asamblea General de Naciones Unidas, en septiembre de 2025, lanzó una arenga sin rodeos: «Es hora de acabar con el fallido experimento de las fronteras abiertas… Sus países se van al infierno».
El exmandatario acusó a la ONU de financiar lo que llamó “un asalto a los países occidentales y sus fronteras” y de promover políticas migratorias globalistas que, según él, están destruyendo la herencia cultural europea. Y en esto fue todavía más claro: «Estáis destruyendo vuestros países al permitir toda la inmigración ilegal, están irreconocibles, y no hacen nada, nada de nada, porque quieren ser políticamente correctos… acabarán tomados por la sharía». También advirtió que las políticas energéticas “suicidas”, conduce al colapso: «La inmigración y sus ideas energéticas suicidas serán la muerte de Europa occidental». Vamos, dice lo que cada día más ciudadanos europeos dice. También hablo de religión y libertad y dijo lo que nadie dice: «Protejamos la libertad religiosa, incluyendo la religión más perseguida del planeta hoy en día: el Cristianismo», y es verdad.
Ante estas perspectivas, Trump anunció que recortará drásticamente la aportación financiera de Estados Unidos a la ONU, subrayando que no desea que su país termine en lo que se está convirtiendo Europa, es decir, en un continente debilitado por el peso de las políticas globalistas.
Ojo, porque esto no solo lo dicen desde Washington, porque en todo el mundo emergen movimientos y líderes que reivindican soberanía y rechazan el globalismo impuesto y las estructuras supranacionales a su servicio. La ola identitaria es, en gran medida, una reacción a décadas de imposiciones disfrazadas de “cooperación humanitaria”.
Hoy la ONU se encuentra en una encrucijada. Puede seguir siendo el instrumento del globalismo elitista, subordinado a agendas centralizadas, o intentar reconducir su papel hacia un multilateralismo verdaderamente equilibrado, respetuoso de la diversidad soberana y de la agencia de los pueblos. Puede dejar de ser la bolsa de trabajos millonarios con lo que se paga a los que han hecho su trabajo en sus respectivos países o tener funcionarios verdaderos al servicio del mundo, para lo que fue creado. Pero esa transformación exigirá revertir ciertas estructuras humanas internas, reformar los mecanismos de financiación y reequilibrar la representación entre países desarrollados y emergentes. Si la ONU quiere recuperar legitimidad, deberá demostrar que es un foro genuino para resolver conflictos, que obligue a respetar fronteras, conciliar intereses y evitar hegemonías, que para eso fue creado.
El papel de quienes defienden identidad, soberanía y orden será decisivo, porque son el contra-relato a la narrativa globalista que domina la institución, porque si el establishment global se sigue imponiendo sin contrapesos, demostrará ser un engranaje más de un proyecto hegemónico que cada día convence a menos.
El rearme occidental (AU) Alessia Putin. Un populismo de “tríada oscura” —decrecimiento, victimismo y concienciación punitiva— amenaza Europa y el mundo. Frente a ello, se plantea un rearme occidental que defienda sin complejos el proyecto humanista europeo, el espacio más libre y próspero del planeta. La tesis propone un capitalismo humanista y una globalización pragmática de los principios de la UE, capaz de frenar la ola autoritaria y sostener democracia, derechos humanos y libre mercado en plena crisis global.
La debacle de Occidente (Sekotia) Eduardo Olier. En plena era tecnológica y científica, el mundo atraviesa una profunda crisis que erosiona la economía global y altera las relaciones entre países desiguales. Occidente, desligado de sus raíces cristianas, avanza hacia la decadencia mientras EE. UU. impulsa un orden mundial financiero y culturalmente hegemónico. China, silenciosa y estratégica, emerge como rival inesperado, y otras civilizaciones preparan su retorno, dejando a Occidente en riesgo de convertirse en cenizas de su antiguo esplendor.
El poder de las fronteras (Erasmus) James Crawford. Nunca hubo tantas fronteras como hoy, y todas vibran con los acontecimientos globales. Crawford recorre sus huellas, desde glaciares en retroceso hasta Cisjordania o el límite entre EE. UU. y México, para mostrar cómo marcan nuestra historia y un futuro incierto. En la era de nacionalismo, migraciones, globalización, tecnología y cambio climático, las fronteras se endurecen mientras el mundo se transforma. La gran pregunta es si ha llegado el momento de superarlas.










