El pasado 15 de octubre, festividad de la española Santa Teresa de Jesús, el Papa Francisco dio a luz la exhortación apostólica dedicada a la francesa Santa Teresita del Niño Jesús: no confundir la española, muerta en 1582, con la francesa, fallecida en 1897.

Animo encarecidamente a la lectura de este interesante documento de Francisco, cuyo tema es la confianza en Dios y que viene como de molde para introducir la infancia espiritual, que lo uno sigue a la otra y las dos resultan relevantes. Con 30 minutos van sobrados.

Francisco es argentino por lo que, nada más comenzar, no se resiste a arrimar el ascua a su sardina. Ya saben que una de las insistencias de este Papa -muy porteño- consiste en condenar el proselitismo. Como en otras cuestiones, también en esta tiene razón en la esencia aunque me temo que no en las circunstancias. Ciertamente, el apostolado no puede convertirse en una especie de banderín de enganche ni en un concurso de eficiencia con los catecúmenos, pero resulta que la mayoría de los mortales no distinguimos entre evangelización y proselitismo, dos palabras con campos semánticos conexos, cuando no entrelazados, pues se emplean como sinónimos. ¿Qué más dará llamarle evangelización o proselitismo si se consigue que amen a Cristo?

En cualquier caso, Francisco llama en su ayuda a la francesa en su cruzada antiproselitista, de forma un poco forzada. Asegura: “Las últimas páginas de ‘Historia de un alma’ son un testamento misionero, expresan su modo de entender la evangelización por atracción, no por presión o proselitismo. Vale la pena leer cómo lo sintetiza ella misma: «Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes. ¡Oh, Jesús!, ni siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. Esta simple palabra, “Atráeme”, basta”.

Dios no vence, convence, Dios no obliga, atrae al hombre hacia él. Entendido, Santidad

De hecho, la reina de la confianza en Cristo, que nació cuando Santa Teresita moría, la polaca Faustina Kowalska, es de la misma opinión, pero no deja de advertir contra el peligro de homologar la confianza en Dios con tumbarse a la bartola. Porque en la confianza en Cristo operan dos elementos: el que confía y Aquel en el que se confía. Y el amor de Dios es exigente. En cualquier caso, Dios no falla a quien en Él confía... ¡pero anda que el presunto confiado...!

Pero Francisco es un tipo serio. Argentino, pero serio. Enseguida pasa al segundo escalón: la infancia espiritual, porque la confianza en Dios tiene su mejor reflejo en la confianza que un niño pequeño deposita en su padre, confianza infinita del pequeño porque su padre es infalible, imbatible y todopoderoso. El niño no se fía de sí mismo, sabe de su poquedad pero sí de su progenitor. Así, Francisco sobre Teresa de Lisieux “la confianza plena mirando el amor de Cristo que se nos ha dado hasta el fin. En el fondo, su enseñanza es que, dado que no podemos tener certeza alguna mirándonos a nosotros mismos, tampoco podemos tener certeza de poseer méritos propios. Entonces no es posible confiar en estos esfuerzos o cumplimientos. El Catecismo ha querido citar las palabras de santa Teresita cuando dice al Señor: «Compareceré delante de ti con las manos vacías», para expresar que «los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia». Esta convicción despierta una gozosa y tierna gratitud”.

Precisamente esa es la clave de la infancia espiritual y de la infancia misma: la educación de un niño va bien cuando pronuncia muchas veces esta palabra: ‘gracias’. Los niños maleducados no la pronuncian muchas veces y son las mismas criaturas que constituyen el prólogo de una vida adulta desamorada. Gracias, porque todo es Gracia. La libertad del hombre consiste en recibir esa gracia o en rechazarla.

Merece la pena leer esta exhortación, una de las mejores aportaciones de este Papa, al que resulta difícil entender... porque es porteño. Pero en esta ocasión se le entiende todo

De cualquier forma, la anécdota que más me gusta de Teresa de Lisieux es cuando rompe con esa imagen acaramelada que tenemos de ella y que, a primera vista, le aleja de nuestro visor. Sobre todo a los españoles, a los que siempre nos cuesta entender que, para ser dulce, hay que ser muy recio y que no se necesita reciedumbre alguna para la grosería y el desamor. Resulta que Teresa de Lisieux, a pesar su corta de vida, fue maestra de novicias y había una que le caía muy gorda. Sentía ganas de hacerle daño, le parecía una cretina marisabidilla e insufrible. Así que -buena estrategia- se propuso tener con ella más atenciones que con ninguna otra. Al final del ‘curso’, la insoportable novicia se acercó a la carmelita Teresa para confesarle que, sinceramente, no entendía por qué le caía tan bien, pues seguramente era esto lo que provocaba todos los afectos que había tenido con ella. ¡Qué bien mienten los que aman!

Y ya ven: Teresita no la estranguló.