Elevadas soledades caminaba,
y mezclado en el gritar del viento,
sonó un son de esquilas, y los ojos
azorados y poco hechos a grandezas,
tardaron en descubrir, de ovejas
un rebaño, que en raro verdor pacía.            
Encaminé mis esperanzados pasos,
hacia un hombre, que de luz parecía.
Y pedí que el camino me indicara;
y alzando el hombre un brazo,
señaló vagamente un atajo.
Dos palabras dijo moviendo los labios.
De entre la atronadora marejada
del viento, que toda voz ahogaba,
aquellas dos palabras emergían,
que tercamente el hombre repetía:
“aquella canal, aquella canal…”
Y señalaba apacible hacia la altura.            
Cuán bellas las dos palabras eran,
contra el viento gravemente dichas,
pues la canal era el camino,
por donde las aguas bajaban,
de las nieves, del invierno derretidas.
Y no era una canal cualquiera,
sino aquella, por el hombre bien conocida,
entre otras todas, por su especial forma,
por su singular fisonomía, que para Él tenía.
Era aquella canal el camino, la senda,
que a mi destino me conduciría,
que la Palabra me indicaba con certeza,
entre la soledad y el viento de mi vida.