Es un personaje inigualable. No hay otro como él en todo el Sanchismo, lo cuales mucho decir. Fernando Grande-Marlaska ministro del Interior, no se marcha ni aunque le echen. Los narcos le asesinan guardias civiles en Barbate y la viuda de uno de ellos le reprocha culpabilidad ante le cadáver de su esposo. A él le importa una higa. 

No sólo eso, los narcos, dirigidos propor traficantes marroquíes, los mejores amigos del Sanchismo (los marroquíes, no los narcos) pervierten a España con su droga mientras asesinan a los policías españoles. Semanas después de lo de Barbate, las lanchas narco continúan riéndose de la Guardia Civil -y pobre del miembro del Cuerpo que se atreva a disparar contra esos asesinos- mientras Marlaska se dedica a investigar si dos policías nacionales se excedieron en el uso de las juezas o incurrieron en racismo, frente a unos caraduras que habían insultado a una cajera de supermercado y pretendían marcharse sin pagar.

Es igual, el chico no dimite y, además, es reincidente y recalcitrante: nos sigue dando lecciones de cómo debe comportarse un buen progresista, un fiel creyente en la ideología de género y un convencido de que España es un país de racistas impenitentes que se disfrazan de kukusklanenses para golpear a afrodescendientes. O así, que dijo un vasco. 

Pero Marlaska permanece incólume, impasible el ademán. La culpa es de la derechona fascistoide. 

En un país que no se respeta a sí mismo, ¿por qué íbamos a contar con un ministro respetable?