Sr. Director:

Las Hurdes y sus sierras vuelven a arder, y con cada incendio se hace más gruesa la costra de silencio y olvido. Cuando sale humo en los montes, vuelven los telediarios, los políticos y una cohorte de opinadores a repetir la matraca: “emergencia”, “riesgo”, “gestión integral”, “prevención estratégica”, y un sinfín de palabras rebuscadas y frases hechas, muchas veces importadas, ajenas a la vida real de la tierra y de sus gentes.

Pero lo que de verdad queda tras el incendio es ceniza, ruina, rabia y una amarga sensación de haber sido burlados otra vez más por quienes mandan. Aquí no hace falta hablar de “territorio vulnerable”: basta con mirar los campos, las aldeas medio vacías y, sobre todo, el miedo sordo de quien sabe que todo se repite. Los responsables se refugian en comunicados con muchas palabras huecas y pocas promesas que se cumplan.

La verdad -que duele- es otra: los montes siguen sucios porque nadie los limpia. Nadie paga ya a gente para que recoja ramas secas, ni deja pastar a la cabra que viene el matorral, ni hay leñadores que sepan cuidar un árbol o hacer cortafuegos con esfuerzo y sabiduría. Al paisano que osa recoger una rama caída lo amenazan con multas. Quien vive del campo se siente extranjero en su propia casa, tratado como un bandolero o un ignorante por señoritos de ciudad que no sabrían distinguir un alcornoque de un eucalipto.

Se habla mucho de “planes”, “estrategias”, “modernización”… Palabrería hueca, de charlatanes de feria y mercadillo. En Extremadura apenas hay planes de verdad; lo que hay es papel, folletos y ruedas de prensa. Mientras, la realidad sigue igual: bosques plantados solo para cortar madera rápida o decorar estadísticas, repletos de especies que arden enseguida. ¿Quién tomó esas decisiones? Los que nunca han sudado en el campo. ¿Quién paga las consecuencias? El vecino, el ganadero, el pequeño propietario que vio cómo el fuego se comía lo que quedaba de esperanza.

Y cuando se apaga el incendio, se apaga también el interés. El “periodismo” pasa al siguiente escándalo, y sólo quedan las promesas vacías y cuatro reportajes gastados. El campo español es hoy un lugar inhóspito para el sentido común: sobran cargos, faltan manos. Y los que mandan solo escuchan a burócratas, a lobistas, a gurús que no han dormido nunca en una choza, no han trasnochado por miedo a ver su pueblo convertido en humo.

El discurso actual es siempre el mismo: hablan de “proteger el medio”, “la salud global”, “integrar la perspectiva rural”, “estrategias comunales” y demás tonterías que no arreglan nada. Palabras para ganarse un puesto o una subvención, no para quien ha perdido su casa o su ganado.

Lo realmente importante sería sencillo: dejar que la gente de pueblo cuide el monte, pagar por limpiar, fomentar los oficios de siempre, dejar que se use el leño, que se críe el rebaño, que se viva en los pueblos. Pero eso no llena titulares ni sirve a la legión de vendedores de humo que suben y bajan de despachos y seminarios.

Por eso, la verdadera inmundicia no es solo la ceniza, sino el abandono, el desamparo, también el maltrato y la cobardía y la mentira. El incendio de cada verano no es cosa del cambio climático, ni de “modelos predictivos”, ni de “agendas”. Es la consecuencia directa de olvidos y desdenes. Y mientras se siguen usando palabras para tapar la realidad, el fuego lo barrerá todo.

En resumen: los montes seguirán ardiendo mientras se prefiere el lenguaje de cartón, la propaganda enfriada en gabinetes y la orden de llamar al orden a quien denuncia las verdades. Se acabó la paciencia para discursos engolados. Hay que volver a llamar a las cosas por su nombre, dejar trabajar a quien sabe y exigir cuentas a quienes, un año tras otro, repiten errores a costa del sudor y del dolor de los de abajo.

Aquí ya no caben expresiones como “transición”, ni “sostenibilidades”, ni palabros de escritorio. Se trata simple y llanamente de elegir entre vida o abandono. Tierra viva o tierra muerta y… políticos que nunca asumirán su culpa mientras el humo no nuble sus salones.

Y así, Extremadura sigue ardiendo. Y, por encima del humo, lo que huele es la mentira.