Sr. Director:

Resulta portentoso adentrarse en la vida de Isabel la Católica, porque cada página de su transcurrir en la tierra deslumbra con brillo singular y causa asombro descubrir que todos los aspectos de su personalidad destaquen sobremanera: Fidelidad a la Iglesia, esposa y madre ejemplar, impulsora de la cultura y de la promoción de la mujer; defensora de la moralidad de las costumbres y en especial, de los derechos humanos aplicables a los habitantes nativos del Nuevo Mundo. Reafirmó el orden público y la administración de justicia, y un largo etcétera. Sobre la controvertida expulsión de los judíos hay que decir que los Reyes Católicos lo hicieron bajo el imperativo predominante entonces de: Una ley, una fe, un rey. La medida fue acogida y felicitada por Europa como un signo de modernidad. (Se desorbitan las opiniones sobre esta decisión y nada se habla de la misma medida tomada con anterioridad por Francia (4 veces), Inglaterra y Austria, y con posterioridad por Portugal, Alemania, Estados Pontificios, etc. que la leyenda negra prefiere silenciar).

Produce un sereno escalofrío bajar a la Cripta de la Capilla de los Reyes Católicos de Granada y admirar la patética estampa de una serie de sarcófagos plomizos depositados sobre el suelo, anónimos todos ellos excepto el de la Reina Isabel identificado con un lacónico cartel: “La Sierva de Dios”. Y esta sencilla frase encierra toda la grandeza de una Mujer, de una Reina, que vivió y entregó su vida por servir a Dios, a la Iglesia, a España y a la humanidad. Su confianza y su aceptación de la Voluntad Divina. Su ejemplar vida familiar. Las grandes y graves decisiones tomadas fueron previamente estudiadas, rezadas, consultadas y aprobadas. La visión sobrenatural de sus grandes empresas movidas especialmente por llevar a tantas personas el Reino de Dios y, ¡cómo no! su intensa vida de oración. Realmente una vida ejemplar y santa.