Sr. Director:

Aunque quizá precisamente en Occidente lo que más abunda es el pobre de fe, el carente de sentido. No sé cómo se contabilizarán los pobres materiales, aunque sí hay una cierta preocupación de las autoridades por evitar la extrema pobreza. Pero lo que sí sabemos es que hay una mayoría de ciudadanos que viven entre nosotros que tienen una pobreza interior descomunal. No hay que ir a buscarlos a no sé qué barrio o a un tipo de gente. Los tenemos a nuestro alrededor, en el vecindario, entre los compañeros de trabajo, en la propia familia.

Es mucho peor esta pobreza de sentido, pobreza de lo sobrenatural, porque el final del camino puede ser la autoexclusión de la eternidad con Dios. Los pobres materiales, que viven malamente, pidiendo limosna, tienen siempre un mínimo de ayuda, muchos lugares para comer, instituciones que proporcionan vestido o incluso donde pasar la noche. Pero hay poca gente que se plantee la dificultad de cubrir las necesidades más vitales de la persona relacionadas con el sentido de su vida, o sea su relación con Dios.

Se nos anima con frecuencia a dar de comer al hambriento, pero pocas veces se nos insta a enseñar al que no sabe, a llevar hacia Dios al que está perdido. Para esto no hace falta ser un profesional de la caridad. No hace falta ser sacerdote o religioso. Es más, es indudable que el cristiano de a pie, el católico de la calle, es el que puede hacer mucho bien, con su amistad, con su preocupación del día a día por las personas que le rodean. Hay mucho agnóstico, mucho católico que no practica, a quien no puede llegar el sacerdote, por muy buen espíritu que tenga, porque fácilmente a esas personas les produce rechazo.