Recuerdo el día en que un empresario español me explicó a mí, procedente del barrio bajo de Ventanielles, de la insigne ciudad de Oviedo, la sutil diferencia entre una prostituta y una señorita de compañía. En el primer caso, se paga por el sexo. El segundo caso, me explicaba mi interlocutor, es muy diferente: la señorita de compañía exige un proceso previo de seducción, atenciones, regalos, etc. Como uno es de Ventanielles, como creo haber dicho antes, concluí, ante la desesperación de mi interlocutor, que una señorita de compañía es una puta de lujo.
Mesado de cabellos ante mi incorregible vulgaridad, exclamaciones profundas de impotencia... fuese y no hubo nada.
Ahora bien, al rebufo de las andanzas de los hombres de máxima confianza del señor presidente del Gobierno, insisto y persisto en que Andrea, Jessica y cía son las únicas -y hasta los únicos- que dicen la verdad ante el juez y ante quien proceda.
Por lo tanto, no toleraré que se metan con ellas: la sinceridad es virtud más necesaria que nunca en esta época de cinismo, cuando no se proclama la inocencia sino que se niega la evidencia.
Lo digo en serio.