El CIS acaba de publicar una encuesta sobre los efectos y las consecuencias del coronavirus de casi cuarenta páginas; en la penúltima pregunta se les pide a los entrevistados que se definan religiosamente. El 58,6% se declaran católicos, lo que equivale a un descenso importante de lo que sucedía antes del coronavirus, ya que en el pasado mes de abril los que manifestaban ser católicos eran el 61,2%.

El resultado, aunque triste, me parece lógico pues algo tendrá que ver con este descenso el cierre de las iglesias y el comportamiento de algunos pastores en los meses pasados, en ciertos casos de auténtico y culpable abandono de los fieles, de lo que tendrán que dar cuentas a Dios en su momento. Cierto que hubo comportamientos ejemplares, pero eso no fue lo general, y hasta hubo un obispo que manifestó públicamente haber ido más lejos en las medidas restrictivas de la práctica religiosa que las propuestas por el Gobierno de España, caracterizado este precisamente por su sectarismo antirreligioso.

Un católico no practicante es como un bocadillo de jamón sin jamón

Y de este 58,6% de encuestados que se declaran católicos, solo un 18,3% manifiestan ser católicos practicantes. El resto, un 40,3%, dicen ser católicos no practicantes, que eso es lo más parecido a lo de aquel que entró en un bar y pidió un bocadillo de jamón, pero sin jamón, ante lo que lo que el camarero llamó de inmediato a la policía municipal para que se lo llevaran a una clínica siquiátrica.

Y la cosa todavía va a menos cuando se les pregunta a los encuestados cuantas veces van a misa, a lo que tan solo el 13,4% dice acudir a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar. El 5% que falta de los que se dicen practicantes y no van a misa los domingos a lo mejor es que piensan que la práctica religiosa de los católicos consiste en escuchar la COPE o ver películas de vaqueros en la Trece.

Nuestros vecinos los franceses nos aventajan en los estudios de Historia de la religión. Los investigadores franceses han consultado los archivos parroquiales por miles y el más importante de ellos, Jean de Viguerie, comienza su libro Cristianismo y Revolución con estas palabras: “En 1789 la mayoría de los franceses eran católicos y la mayoría de los católicos practicaba la religión. El incumplimiento del precepto pascual era raro en las ciudades y excepcional en el campo. Quince años más tarde, bajo Bonaparte, la tercera o la cuarta parte de los católicos no comulgan por Pascua, ni asisten a Misa los domingos. La diferencia es espectacular y no deja lugar a dudas: la masiva descristianización de Francia se inicia con la Revolución Francesa”.

En 1964 había 8.233 seminaristas en España. Hoy, con una población superior en 17 millones a la de la década de los sesenta, el número de seminaristas mayores es tan solo de 1.200

Ahora para anestesiar la conciencia, nosotros podemos negar el proceso de descristianización de España y no dar crédito a los datos del CIS, y seguir como si aquí no pasara nada, escondiendo la cabeza debajo de la consigna de aquel famoso entrenador de fútbol: “todo positifo, nada negatifo”. Pero la realidad es tozuda y grita a voces que todo este proceso desacralizador empezó hace décadas, y se aceleró con la transición de Adolfo Suárez.

A las pruebas me remito. Entre los años de 1950 a 1965, el número de seminaristas mayores en España superaba el número de los ocho mil. Concretamente en 1954 había 8.406, cuatro años después aumentaron a 8.903 y en 1964 había 8.233. En estos momentos en España, con una población superior en 17 millones a la de la década de los sesenta del siglo pasado, el número de seminaristas mayores es tan solo de 1.200. Un número tan exiguo que no asegura el relevo generacional de nuestras parroquias, lo que además es alarmante por cuanto la religión católica es sacramental y los sacramentos los confeccionan los sacerdotes.

Indudablemente que de todo esto somos responsables todos los católicos, pero parafraseando la pintada de Rebelión en la Granja algunos son más responsables que otros, porque todo este proceso ha sido inducido desde arriba, por lo civil y por lo eclesiástico, como diría mi buen amigo don José Luis Aberasturi.

No quiero toparme con la Iglesia y me voy a mantener en el ámbito civil. Y puesto que he afirmado que el proceso de descristianización se aceleró con la transición, me referiré a un hecho tan sorprendente como significativo, que a pesar de haber sido publicado en un libro, apenas es conocido por el gran público.

Lo ha contado el periodista Luis Herrero en las páginas 138 y 139 de su libro titulado Los que le llamábamos Adolfo. Este periodista gozaba de tal confianza con el que fue presidente del Gobierno por la relación que Adolfo Suárez tenía con su padre, una relación que era casi familiar, por lo que no cabe dudar de la veracidad de lo que cuenta en su libro.

La descristinización de España vino inducida desde arriba, tanto en lo civil como en lo clerical. Pero todos somos culpables

Luis Herrero sostiene que Adolfo Suárez pertenecía al Opus Dei, y que el rey don Juan Carlos I para proponerle como presidente del Gobierno le puso una única condición: abandonar el Opus Dei. Y ante semejante propuesta, comenta Luis Herrero en su libro lo que cito con sus palabras textuales: “Dos vocaciones habían entrado en conflicto de intereses por exigencia real, y Adolfo tenía muy claro cuál de las dos debía prevalecer”.

Sabiendo que el carisma propio del Opus Dei es la santificación del trabajo, “poner a Cristo -en palabras de su fundador, San Josemaría- en la cumbre de todas las actividades”, era clara la intención del régimen que se ponía en marcha con el nombramiento de Adolfo Suárez en 1976: el cristianismo tenía que desaparecer del ámbito político, y por extensión también de la vida pública, como de hecho así ha venido sucediendo desde entonces.

Lógicamente si Adolfo Suárez se impuso a sí mismo esa renuncia religiosa, si en el conflicto de vocaciones al que se refiere Luis Herrero triunfó la vocación política, es lógico pensar que Adolfo Suárez si no les exigió a sus colaboradores tanto como le exigió el monarca a él, al menos con su ejemplo les demandaba que escondieran la religión.

Que lo que cuenta Luis Herrero del conflicto de vocaciones de Adolfo Suárez no sea muy conocido por el gran público, no significa que en las altas esferas políticas y eclesiásticas no se supiera. Los que estaban en la pomada lo sabían y aceptaron dicho comportamiento, y por lo tanto la responsabilidad del proceso de descristianización no la tiene en exclusiva Adolfo Suárez y lo justo será repartir responsabilidades entre los que adoptaron este comportamiento y entre quienes actuaron como perros mudos ante semejante tropelía.

Los políticos españoles católicos han escondido su fe y sus principios

Cuadra todo lo dicho con esa característica de la transición española que estableció que había una vida pública y otra privada, todo un sofisma para erradicar de hecho el cristianismo tanto de la vida pública como de la privada, lo que fue generalmente aceptado y ovejunamente obedecido por la casi totalidad de los católicos que actuaron en política, por lo que la actuación de los católicos españoles en política, en términos generales, puede ser calificada como de una cobarde y lamentable incoherencia. Y digo en términos generales por si alguno de mis lectores conoce algunos casos que escapen de esta norma general y los puedan mencionar como la excepción que confirma la regla.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.