Una sociedad abortista se hace inhóspita. Con el tiempo, reinará la tiranía y la arbitrariedad en todos los ambientes. Es como una enfermedad infecciosa que se contagia, aseveró la teóloga alemana, Jutta Burggraf.

 

En cada aborto existen dos atormentados: el chiquillo y la mamá por lo que los que incitan a la interrupción voluntaria del embarazo desde diversas áreas de la educación, de la información o de la administración, todos son reos porque, quien ejecuta una vileza, padece un quebranto mayor que aquél que la padece, se devasta por dentro y, en el fondo, se menosprecia.

En una sociedad en la que se ejecutan millones de abortos, es una humanidad con un sinnúmero de atormentados, con afiladas cuchilladas en lo más recóndito de su ser. Una importante poetisa, que ha desfilado por la experiencia del aborto, matando a su propio hijo saltarín dentro de sus entrañas, afirmó: Veo a mi niño en los sueños. Después de este acto sólo hay dos posibilidades: o te embruteces y sigues matando, o te conviertes y luchas por la vida.

En el aborto la secuela que asoma es la desesperanza, la angustia y el suicidio. El psiquiatra estadounidense Wilke suele concretar que: Es más fácil sacar al niño del útero de su madre, que de su pensamiento. Desde el mismo instante de la fecundación, un nuevo ser está en el seno de la madre. Prevalece un nuevo ser humano en el universo, que ha sido concebido para la inmortalidad. Cuando una joven arriba a un chiringuito abortista, se puede afirmar que penetran dos mortales y que aflora uno, el más frágil e inerme se ha mudado a un viaje sin retorno.

El aborto es una verdadera esclavitud que origina amargura física, psíquica, anímica como espiritual. La Deidad admite nuestra contrición y nos empuja a mudar de vida. Su indulgencia produce una honda conversión en nosotros; nos rescata de la ofuscación interior. Urge implantar una nueva cultura de la vida, garantizar un nuevo estilo de vida, dando un argumento seductor de lo bello que es vivir.

Clemente Ferrer 

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