A partir de esa fecha, los chinos tienen que pedir permiso al Estado para casarse, también para tener hijos. Uno, claro está, que sólo se otorga en el caso de que ninguno de los cónyuges sufra tara alguna y disponga de medios económicos. Naturalmente, la ponderación de esos requisitos corre a cargo del Estado, verdadero ente pensante. Si osan concebir un segundo, pueden ser sometidos a esterilización forzosa, aborto obligatorio, en prisión y desposeídos de sus bienes. Lo explicábamos días atrás, cuando el sumiso presidente del COE español explicaba que las Olimpiadas en China iban a servir para afianzar el respeto a los derechos humanos. Es la misma tontuna de las empresas que invierten en el la zona: el sistema de libre mercado traerá el respeto a la persona. ¿Qué tendrá que ver la gimnasia con la magnesia? ¿Por qué la libertad de negociar debería traer de la mano la libertad de expresión, la libertad religiosa, la libertad de movimientos, la libertad de procrear...?
Todo lo contrario. Cuando los chinos se cansaron de pasar hambre adoptaron un capitalismo salvaje, pero no abandonaron la dictadura comunista, ni el militarismo agresivo, ni la sumisión del pueblo a sus dirigentes. China es, en efecto, un país con dos sistemas: la dictadura política y la plutocracia comunista.
Y en lugar de aprovechar las inversiones y las Olimpiadas para apoyar la libertad del pueblo chino se utilizan ambas para legitimar al poder chino. Un poder que ha creado la mayor tiranía del universo a costa de mezclar orientalismo y lucha de clases. El problema del orientalismo está en su propia filosofía, donde el hombre se subordina a la humanidad. Por eso no hay nada más cruel que la crueldad oriental. El marxismo sólo proporcionó una justificación social a tamaña aberración y, como siempre, una justificación.
Y, naturalmente, cuando aquella víbora que fue la viuda de Mao se enfrentó a la miseria que su augusto esposo había creado, decidió que la manera más rápida de terminar con el hambre es terminar con el hambriento. Ni que decir tiene que los demócratas progresistas occidentales aplaudieron con fuerza la bestialidad de Pekín. Y es que si hay algo que odia el progresismo es al ser humano, especialmente al ser humano indefenso, como niños y ancianos. Con excepción, naturalmente, de sí mismos por quienes experimentan un singular afecto.
Eulogio López
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