Se habla sin parar de la corrupción urbanística en España, la que se ha dado en llamar corrupción del ladrillo. Sin embargo, nos olvidamos bastante de una prima hermana suya, la que podríamos denominar corrupción de la taladradora. La relacionada con las obras públicas. ¿Cuántos pueblos y ciudades están en estos momentos libres de la epidemia de calles levantadas (algunas por segunda o tercera vez en pocos años) para ampliar aceras con la consiguiente reducción de aparcamientos, crear glorietas o introducir cables de telecomunicaciones? ¿Dónde no se están realizando mastodónticas intervenciones en las rondas de circunvalación, las redes de metro o las carreteras de índole local, autonómica y estatal? Es tal la concentración de obras, tan poca la planificación para espaciarlas en el tiempo o hacer compatibles unas con otras, son muchas de ellas tan innecesarias e incluso negativas para el funcionamiento normal de una sociedad... que solo me cabe pensar en la corrupción para explicar el fenómeno. Qué fácil debe ser para los empresarios del sector unirse para sobornar a los políticos de ayuntamientos, diputaciones, autonomías y ministerios. Sobornarles para que liciten cuantas más obras mejor, sean necesarias o contraproducentes. ¿Que hay concursos públicos? Claro. ¿Y qué? ¡Hay para todos! Nadie se queda sin su parte del pastel. Mientras tanto, los ciudadanos pagamos. Tanto económicamente, como en reducción de nuestra salud y calidad de vida. Los atascos, el aire viciado de polvo, el insufrible ruido de la taladradora al lado de nuestra casa o nuestro trabajo. ¿Y la justicia? La justicia, aún, no se ha dado por enterada.
Javier Sanz González
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