Era Miguel Barroso, secretario de Estado de Comunicación del Gobierno, el encargado de presionar a los dircom de las grandes compañías para que apoyaran el sí al Tratado Constitucional europeo en el referéndum celebrado el pasado 20 de febrero. En principio, Barroso exigía 300.000 euros por empresa para publicitar una campaña pretendidamente institucional para animar el voto, pero que escondía un claro mensaje: los demócratas y los progresistas votamos sí. Pero, sobe todo, Barroso pretendía algo más: pretendía que la clase empresarial se involucrara en la campaña, se politizara, y empeñara su prestigio en defender la bonanza de la Constitución, un paso ineludible para forjar la Unión Europea.
Telefónica, la primera empresa del país, organizó un acto en favor del referéndum donde sólo faltaba un enorme sí. Acudieron al mismo, celebrado en la sede social de la Corporación, los dos grandes bancos, SCH y BBVA, las grandes cajas, las mayores empresas eléctricas y de hidrocarburos y todo aquel que, en definitiva, representaba algo en España. Todos sabían que aquello era una ofrenda a Rodríguez Zapatero, pero todos trataban de aparentar que lo hacían con mucho gusto
El referéndum triunfó en España y Zapatero logró su propósito de consagrarse como líder europeísta. Lo malo es que el domingo fracasó en Francia y el miércoles en Holanda. El país de la cuestión social se encontraba con un socialismo dividido y una extrema derecha y un comunismo que votaba no. Holanda, el país más progresista de Europa, pionero mundial en el matrimonio homosexual o en la eutanasia, votaba aún más noes y acababa por herir de muerte a un texto cuyo padre, Giscard dEstaing, aseguraba que debía evitarse una y otra vez hasta que se aprobara.
Lo que más preocupa ahora a los eurócratas de Bruselas es que Francia y Holanda han deslegitimado a los grandes partidos políticos. Al parecer, entre la clase política europea y los ciudadanos existe una brecha muy difícil de llenar. Reino Unido ya ha aireado que probablemente no celebrará referéndum y los países que han aprobado en el parlamento, sin pasar por las urnas, la futura Constitución, han quedado como unos tramposos que utilizaron un atajo para evitar que el electorado decidiera.
Ahora, políticamente, se abre la posibilidad de volver a empezar: un nuevo texto constitucional que sea sometido a referéndum entre todos los ciudadanos de la Unión, entre los 25 ciudadanos de los 25 países miembros. A fin de cuentas, se trata de una Constitución, no de una orden ministerial.
En definitiva, menos seguidistas que sus colegas europeos respecto a los poderes públicos, las empresa españolas se han convertido hoy en el hazmerreír de Europa. Justo ahora, cuando el Banco Central Europeo mantiene el precio oficial del dinero en el 2%, reduce la previsión de crecimiento en la zona euro y la moneda europea se mantiene como puede (aunque esto último podría resultar una buena noticia a medio plazo)
Por otra parte, y tal como comentaba un alto directivo empresarial: se ha demostrado que en España, con al apoyo de los medios y de las grandes empresas, el Gobierno puede ganar cualquier referéndum. Al parecer en Francia y en Holanda no es así.