Sr. Director:

El estreno de "El rey Arturo" se ha promocionado con la idea de que se reconstruye el mito famoso, tantas veces llevado al cine antes, ciñéndose a sus orígenes históricos. Es, sin embargo, el más desvergonzado panfleto anticristiano que hemos visto en el género de aventuras, cargado de dislates de todo género.

El rey Arturo simbolizó la caballería cristiana medieval, que pone la fuerza al servicio de la justicia y de la Fe, hasta el punto de reconocerse en él los herederos de sus antiguos enemigos: el reino anglosajón, cuya implantación –paradójica pero realmente- él combatió.

La película nos sitúa a mitad del siglo V en Britania, donde media docena de rudos sármatas, cuyos nombres coinciden con los de los caballeros de la Tabla Redonda, y son paganos y refractarios a la Fe, se han visto forzados desde su adolescencia a servir en las tropas romanas, bien a caballo, contra los pictos de lo que hoy es Escocia. Cuando van a recibir la licencia tras quince años de servicio para retornar a sus casas, como repiten desear ansiosamente, un obispo romano revestido de armadura llega para imponerles la misión de rescatar a una familia romana que vive ¡justo al otro lado de las fronteras del Imperio! y ¡en una finca recibida del Papa!, y cuyo hijo está destinado a ser obispo y quién sabe si Papa. Lo hacen, por supuesto, frente a los sajones invasores con la ayuda de los pictos, a la hija de cuyo líder Merlín libera Arturo de manos de los inquisitoriales y torturadores romanos de la villa en cuestión. Luego, una vez marchados los romanos, Arturo y sus seis sármatas encabezan la unión de pictos y britanos contra los sajones y él, cristiano si bien seguidor del tolerante Pelagio, es entronizado rey común en una boda pagana escenificada en un irreal cromlech junto al mar de Escocia.

Las libertades cinematográficas del cine de aventuras deben tener un límite, sobre todo si se presenta la película como el Rey Arturo más histórico que se haya llevado a las pantallas.

Ocurre que el mítico Arturo combatió a los sajones centrado en Gales, sin que los preescoceses pictos intervinieran para nada; en realidad, nunca se fusionaron con los britanos del sur, sino que su enemistad con éstos se consagró al fusionarse siglos más tarde con otros invasores: los vikingos.

El único acierto histórico de la película es hacer de Arturo un ‘romano', pero se estropea con la absurda presentación de una oposición entre romanos ocupantes y britanos esclavizados. Es de recordar que todos los habitantes libres del Imperio habían sido elevados a ciudadanos romanos hacía dos siglos y medio. Los britanos eran por su lengua, ciudadanía, civilización y religión muy similares a nuestros hispanorromanos de la misma época, y su gran tragedia fue, por el contrario, el abandono de la isla por la guarnición del poder romano sumido en guerras civiles en el continente. Los britanos debieron improvisar una resistencia a los sajones, triunfante sólo en el oeste, cuyo eco engendra el mito de Arturo.

La politización de la historia en anacrónica clave anticolonialista podría ir acompañada de algún rigor en cuanto a costumbres o armamento, pero el director debe pensar que quien se traga las grandes mentiras tragará las demás y acumula despropósitos. Así, desde las armaduras a la climatología toda la ambientación es un insulto a la inteligencia del espectador: los opresores romanos lucen el crismón cristiano en sus escudos, pero, al retirarse, se ven otros con los rayos del pagano Júpiter; los sajones llevan todos unas inviables ballestas, arma muchos siglos posterior; los pictos, pueblo tribal y sin ciudades, se presentan a dar batalla en campo abierto con pesadísimas armas poliorcéticas del género de la balista; por supuesto, la protagonista luce entre hombres acorazados de arriba abajo un sucinto ‘bikini de batalla', se supone que por exigencias históricas, como Lancelot prescinde del casco justo al empezar a repartir y recibir mandobles en la cabeza; al norte del muro de Adriano reina la nieve y justo al sur ya no, hasta el punto de que las flechas incendian los pastos humedecidos por la niebla: se olvida que las invasiones marítimas de los sajones exigen desarrollarse en la buena estación.

Las inverosimilitudes secundarias deben poner sobre aviso al espectador de las falacias del mensaje principal: que el imperio romano, cristiano, era un ocupante tiránico y no el estado más civilizado en el que entonces podían vivir en paz recíproca los más distintos pueblos; que sus ideas eran repugnantes (el adolescente "papable" aparece sólo para decir que le han enseñado que hay hombres naturalmente esclavos); que su ejército era de leva individual en vez de profesional y deseada vía de promoción social para los bárbaros; que el cristiano Arturo estaba necesitado de recibir del pagano Merlin la noción de amor (cuando los hechiceros paganos han sido en todas partes oscurantistas celosos y caprichosos extorsionadores por vía de conjuros).

El guionista es casi veraz al introducir al hereje Pelagio en nuestra historia, por ser casi contemporáneo y britano (sólo de origen). Yerra inmediatamente al presentarle como predicador de la igualdad de los hombres. Su sistema se fundaba en negar la realidad del pecado original, y, negada esta universal igualdad, la distinta suerte de las gentes, conducirá la soberbia pelagiana a resaltar la abismal desigualdad entre los instruidos y los rudos. Todos somos pecadores, todos necesitamos el mismo Bautismo, ése es el cimiento cristiano de la verdadera igualdad posible.

Pero el plato fuerte de la película, que impacta a los espectadores hasta el punto de comentarla en su trabajo después, es que los patricios romanos poseen en su villa un subterráneo tapiado, en cuyo interior se descubre que unos frailes torturan y matan paganos que no quieren convertirse, "para salvar sus almas" (¡Si al menos los bautizaran a la fuerza!): Lógicamente son condenados por los caballeros de Arturo a volver a ser emparedados. Mientras los irreflexivos incrédulos se reafirman en la maldad de la Iglesia, siempre unida a las prácticas inquisitoriales que nunca existieron –menos aún con siglos y siglos de antelación a su primer establecimiento-, los escépticos cristianos no dejamos de ponderar la grandeza de alma de torturadores tan abnegados como para estar emparedados con sus víctimas.

Ni en el siglo V había Inquisición, sino misioneros, que estaban convirtiendo rápida y pacíficamente Irlanda (y en el siglo siguiente monjes celtas de las dos islas reevangelizarían amplias áreas continentales), ni pueden existir frailes ni monjes sin comunidad, siendo entonces el monacato relativamente reciente y de origen oriental. Es más, cuando existió la Inquisición fue una institución de procesos públicos y muy medidos, a la que estaba vedada constitutivamente la acción sobre los no bautizados, en Europa y en América.

En resumen, la película es un instrumento falaz e ilógico de catequesis invertida, que atribuye las ideas de libertad y concordia de pueblos a un humanismo sin referencia cristiana y a la impecada naturaleza de los paganos (pelagianismo al fin) y encasqueta a los romanos y cristianos el papel de villanos (la violencia sajona no pasa de marco externo), cuando la historia fue exactamente la contraria: sin el poso romano y la fe cristiana no habría existido ni el mito de Arturo ni la resurrección medieval de los pueblos cristianos de entre la barbarie.

Un mínimo espíritu crítico desmonta una película que no destaca por nada si no es por la mala fe y la ignorancia y el prejuicio que supone en el público.

Luis María Sandoval

lmsp@wanadooadsl.net