Merece la pena no sólo por las rutas de San Pablo sino por Éfeso, o mejor por un pequeño y maravilloso lugar, apenas una casa, situada a pocos kilómetros de la histórica ciudad, probablemente la última residencia de la Virgen María en la tierra. Probablemente -¿por qué no? El lugar donde tuvo lugar la dormición de María, la fiesta de La Asunción, la que más fiestas patronales suma en España.
No menos encantador que el lugar -vigilado por la siempre inquietante policía turca, no sea que los fieles provoquen algún atentado contra el Islam- es la historia de su hallazgo. Como otras tantas cosa -por ejemplo, los túneles del templo de Jerusalén, los arqueólogos siguieron aquí las instrucciones dadas por una vidente analfabeta, una monja que se pasó su no muy larga existencia postrada en un jergón, descubriendo secretos escondidos a la humanidad desde hacía 2.000 años, muchos de los cuales han encontrado gracia a sus indicaciones.
No hablo de devociones privadas -hay que ser estúpido para pronunciar ese concepto con desprecio- sino de un lugar que aprovechó para visitar durante su viaje a Turquía, Benedicto XVI, aquel viaje donde el Papa fomentó la virtud de la paciencia para aguantar la soberbia chulesca del muy tolerante amigo de ZP, el primer ministro fundamentalista Erdogan. En definitiva, Benedicto XVI aprobaba con su presencia. Al igual que antecesores suyos lo habían hecho con su autoridad, las visiones de Anna Katharina Emmerick.
En cualquier caso, la Virgen de agosto es la Asunción de María, que cerraba así el principio y fin: concebida sin pecado original y asunta al cielo sin pasar por el trance de la muerte. Y como en España, tierra de María, no es posible terminar con las fiestas en honor de Nuestra Señora, la progresía intenta paganizarla. En la medida de lo posible, evitémoslo.
Eulogio López
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