(San Juan 20, 9). (Hebreos 10, 12-14).

Al final se cumplió lo previsto en las viejas crónicas: de derrota en derrota hasta la victoria final. Tras el intento de abolición de la eucaristía, jamás logrado de forma plena y la Guerra Civil en Roma, sede de la Iglesia de Cristo, Satán obtuvo una de sus más resonantes victorias sobre el hombre. En el mundo se hizo realidad aquella profecía feroz: "Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la Tierra?".

Las dos bestias, la de la Tierra y la del Mar, aquélla siempre subordinada a ésta, vencieron en toda regla. Su influencia llegó a los cinco continentes y ninguna isla escapó a su poder. Hubo un momento en el que la raza humana estaba rota en tres grupos: Los adeptos de Satán por propia voluntad, los adeptos por miedo o simple comodidad y los fieles a Cristo, exigua minoría.

Pero como todas las victorias de Satán se trató de un espejismo tan omnipresente y letal como escasamente duradero. Un tiempo semejaron invencibles y ejecutaron todos los crímenes inimaginables. Al día siguiente, su poder se había diluido y el Cuerpo Místico retomaba su contextura y era devuelto a los fieles. El Reino de Satán duró poco y fue borrado de un plumazo. Como predijera Karol Wojtyla, precisamente el hombre que había retrasado la llegada de la bestia, el mal hay que afrontarlo, sí, pero lo cierto es que siempre se destruye a sí mismo. En el Reino decimos que ni tan siquiera llega a constituirse. Se trata de una pura entelequia: siempre terrible pero siempre pasajera.

Por unos años, pocos años, pareció que la esclavitud de Satán duraría por siempre pero se desmoronó en cuestión de semanas, como un catillo de naipes, dejando tras de sí cadáveres y vacío, un enorme vacío. Lo que semejaba un destino inexorable, determinado, fatal, se descubrió como lo que era: un globo lleno de humo, una enorme farsa.

Bastó con que se disipara la niebla para que cada cual supiera dónde estaba la luz y dónde la oscuridad.

El mundo no había desaparecido sino renacido, como renace la tierra tras una erupción volcánica, desde la máxima desolación al renacimiento máximo. Y es que, hasta entonces, los humanos no habíais entendido "que él había de resucitar de entre los muertos".

Desapareció todo lo grande pues todas las cosas habían sido hechas de nuevo y lo nuevo siempre crece desde el origen. La nueva generación vio morir a las instituciones y a los mercados, mientras dos elementos mantenían unidos a toda la humanidad: los 10 mandamientos, siempre vigentes, y la palabra que resonaba en todo el planeta: Padre.

No desaparecieron ni el tiempo ni el espacio, pero el espacio se volvió oblicuo y las dimensiones material y espiritual entraron en contacto. La raza de los hombres pudo contemplar el mundo de los espíritus y los espíritus pudimos tocar la materia y experimentar una asombrosa novedad, el sueño, con la correspondiente resurrección del despertar. Para mí que ambos, hombres y ángeles, salimos ganando.

Los hombres dejaron de procrear, la última generación de humanos se unió a la primera y todas las edades de los hombres cohabitaron. Los espíritus malignos fueron confinados y los ángeles iniciamos la historia común con los hombres, nuestra primera historia.

La era de la duda había terminado y el tiempo de la libertad daba paso al tiempo de la realidad. La fe y la esperanza habían muerto, sólo   sobrevivía la caridad.

A fin de cuentas, las viejas palabras, como todas las palabras, se habían cumplido: "Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies. Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados".

Eulogio López

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