Ha habido épocas históricas marcadas por el ateísmo, pero no como la actual, que está signada, no por la increencia, sino por la blasfemia contra el Espíritu Santo. Eso es lo que nos hace distintos… para mal.

Siempre pongo el mismo ejemplo pero me parece el más tangible: pasar del relativismo a la blasfemia contra el Espíritu -es decir, pasar del siglo XX al siglo XXI- supone el demoniaco tránsito entre exigir la despenalización del aborto y proclamar el derecho al aborto.

Una cosa es asegurar que algo puede hacerse y otra cosa elevarlo a la condición de derecho. Una cosa es decir que hay que permitir el mal en determinadas ocasiones y otra cosa es elevar el mal a la categoría de bien, convertir la falsedad en verdad y la fealdad en belleza. El evangelio define la blasfemia contra el Espíritu Santo -ese pecado que no se perdonará ni en este mundo ni en el venidero- de esta forma: consiste en llamar Dios al demonio y demonio a Dios, como hacían los fariseos.

En efecto, a los fariseos se les podía perdonar lo hipócritas que eran al expoliar a las viudas fingiendo grandes penitencias pero no se les podía perdonar llamar hijo de Satán a Cristo porque cuando llaman bien al mal y mal al bien entonces ya no hay marcha atrás. No puede perdonarse porque la criatura no puede sentir arrepentimiento ni pedir perdón: ha invertido los valores, como si alguien caminara cabeza abajo. Mismamente es en lo que ha degenerado el progresismo. Últimamente, los progresistas no dejan de hablar de sus “principios” y “valores”. Sólo hay contravalores.

Consecuencia de ello:

El protagonista del siglo XXI es el Espíritu Santo. Porque no es que vivamos al margen de la fe sino en la antife, no es que vivamos al margen de Cristo es que vivimos en el anticristo.

Y al final, todo nos lleva a la misma pregunta: cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?