Unos 8.500 niños mueren al día por hambre en el mundo. No. El coronavirus no es lo más grave que nos ha ocurrido, o que nos ocurre, o que nos puede ocurrir. La diferencia es que un niño que muere de hambre no nos afecta, porque mueren en África o Asia, pero el Covid-19 sí, porque estamos muriendo en España.

Pero ojo, si sirve, debería servir para que el hombre se replantee su vida. Ya saben, el de dónde venimos quiénes somos y adónde vamos.

Insisto en que, con el Covid-19, la muerte deja de ser algo posible para convertirse en algo probable y la inquietud que provoca la pandemia puede concretarse en dos vías:

1.Histeria irracional provocada por el miedo a la muerte, lo que conduce la desesperación.

2.Conversión: volver a confiar en Dios. Este domingo 19, festividad católica de la Divina Misericordia, es un buen momento para el asunto: celebramos una de las fiestas más importantes del calendario cristiano, cuya respuesta a la precitada pregunta es muy sencilla: somos hijos de un Dios que está pendiente de nosotros. La muerta no es el final, sino el comienzo.

El coronavirus nos impele a elegir: o conversión o desesperación. Dicho de otra forma: o Cristo o psiquiatra (o aún peor, psicólogo). Es el hombre ante su encrucijada vital, esa que tenía olvidada desde hace dos siglos.