Un tema apasionante, como bien comprenderán, y nada irrelevante, que del amor humano y la familia, lo más valorado hoy por jóvenes y adultos, estamos hablando
Por una de estas curiosas derivadas de la agenda que nunca controlas, he tenido ocasión, recientemente, de charlar con unos cuantos jóvenes, gente bien educada, no se vayan a creer, que todavía se refieren a novias y novios. Un tema apasionante, como bien comprenderán, y nada irrelevante, que del amor humano y la familia, lo más valorado hoy por jóvenes y adultos, estamos hablando.
Insisto, no se trataba de jóvenes progres exhalando palabras heptasilábicas o de tontunas como aquella de la sociedad heteropatriarcal, ni de experimentos Frankenstein, de derechos trans y otras majaderías, sino de novios y novias, de formar una familia.
Es decir, jóvenes que hablaban, no sin pudor -que hoy es virtud empleada con lo natural y no con lo antinatural- de lo de antes y lo de hoy y lo de siempre: de formar una familia.
Pero lo curioso es que aun esta juventud sana se ha dejado contagiar, aunque sólo en parte, por la filosofía del sentimiento, de suyo ajena, cuando no opuesta, a la recta razón, así como por los estereotipos de género, que no son los que combate el feminismo sino aquellos que las feministas han ensalzado hasta el paroxismo y la estupidez.
Su charla denotaba un cierto escepticismo sobre el amor para toda la vida, como si fuera algo parecido a un imposible. Esta incredulidad sobre la perseverancia me recordaba aquella anécdota de un sacerdote que le espetó a un feligrés, cuyo matrimonio naufragaba:
-Debes querer a tu mujer como San José quiso a la Virgen María.
A lo que el señalado respondió:
-Se lo compro Padre, pero conste que mi mujer no es la Virgen María.
Otro joven mostraba ya un cinismo poco juvenil acerca de la posibilidad más primaria: sencillamente, la de que un hombre pudiera amar a una mujer a pesar del desgaste de los años de convivencia o, lo que le parecía aún más extraño, que una mujer del siglo XXI fuera capaz de amar a un hombre hasta la muerte. Era uno de esos pesimistas convencidos de que la convivencia, en lugar de afianzar el enamoramiento, lo destruye ante la ausencia de novedades. Es el famosísimo argumento divorcista de que en la variedad está el gusto. Aquel chaval me recordaba el dicharacho de la viuda reciente a quien sus pías amigas intentaban consolar asegurándole que, cuando ella muriera, se encontraría con su esposo en el Cielo:
-¡De eso nada! -respondió, agresiva-, el cura dijo "hasta que la muerte os separe", ni un minuto más.
Había un tercero que, en lugar de dar, hablaba de pedir al cónyuge. La donación personal convertida en intercambio comercial. Y es verdad que la clave del matrimonio y la familia era la de San Juan Pablo II -sumisión recíproca- pero, para que un matrimonio vaya bien, lo que debe preocupar al chico, no es lo que la chica le vaya a dar sino lo que él va a dar a la chica. Ya saben, lo de aquel que le decía a un amigo:
-Estoy muy preocupado Pepe: me gustan todas las mujeres menos la mía.
-No te preocupes lo más mínimo -le confesó el otro- a todo nuestro círculo de amigos le gustan todas las mujeres menos la tuya.
Insisto, hablo de jóvenes que todavía se preocupan por formar una familia, es decir, se preocupan por su vocación matrimonial y por hacer realidad aquello de Viktor Frankl: quien tiene un porqué para vivir acabará encontrando el cómo". Y hay dos porqués que brillan sobre cualquier otros: Cristo y la formación de una familia.
Hablo de lo mejor de nuestra juventud pero que no es ajena al avanzado grado de podredumbre alcanzado por esta sociedad, incapaz de regenerarse porque no acepta que esté podrida. Ya saben: el pecado del siglo XX es que ha perdido el sentido del pecado. Pues el pecado del siglo XXI es peor: es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Con ella se ha dado un paso más. El hombre del siglo XXI asegura, impenitente, que el pecado no es pecado, sino virtud, que el bien es mal y el mal es bien, que la verdad se ha convertido en mentira y la mentira es verdad, que lo feo es bello y lo hermoso es feísimo.
Traducido: si no se casan con ilusión, ¿para qué se casan? Si se casan con sospecha, ¿para qué se casan? Sufrimos, ojo, entre los buenos, que entre los malos mejor no hablar, una verdadera epidemia de desamor, de tal intensidad que tal parece que la sonrisa cansina es la respuesta habitual a los argumentos más serios.
No acuso a la juventud actual -a la buena, no hablo de la ya podrida a sus escasos años- de falsa doctrina, sino de escaso romanticismo. Y eso, convendrán conmigo que puede ser menos importante. Pero no resulta menos urgente.