Los días de Jueves y Viernes Santo son días que preceden al silencio de la muerte. Un Sábado Santo, de dolor, donde las iglesias cierran porque no tienen nada que celebrar y ni con quien vivir la celebración del sacrificio incruento de la Cruz. Son las veinticuatro horas más largas del año. Sin Jesús en los sagrarios y nuestros pasos desnortados, solo nos queda la esperanza de su promesa: “Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches así también el Hijo del Hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12, 40).

La ambición del sanedrín, la traición de Judas, la cobardía de Pedro, las bofetadas del criado de Caifás, la flagelación, la corona de espinas, las risotadas de los soldados, la tibieza de Pilatos, las caídas de Cristo, los clavos atravesando las carnes del Señor, su cuerpo arrastrado por los verdugos… Todos estamos en cada una de esas escenas, actuando de una forma u otra, representados por cada uno de los personajes del evangelio que nos miran directamente a los ojos y nos dicen: tú también lo haces.

Es cierto, nuestros corazones, un año más se han llenado de congoja al ver conmemorar la Pasión de Señor. Vemos en nuestros pueblos y ciudades los pasos que nos recuerdan las amarguras, los dolores y desprecios a Cristo. Esos mismos pasos que también han recorrido nuestro corazón. Sí, somos parte efectiva de la Pasión, de la vida misma que nos rompe por dentro. ¿Y dónde estaban los apóstoles? No lo sabemos, pero sí conocemos que al pie de la cruz estaba María, su Madre, María Magdalena, algunas mujeres más y el discípulo que él amaba, Juan. Y también un hombre rico, José de Arimatea, que puso a disposición del Señor su propia tumba, todavía sin estrenar. No todos huyen. No todos se esconden. Hay quienes en los momentos más difíciles aguantan hasta el final y dan hasta lo último que poseerán. Mujeres, hombres, jóvenes y mayores. Todos podemos estar hasta el final.

Días de encuentros íntimos con la pasión que ya fue pero que en cada misa volvemos a hacerla real de forma incruenta pero sin perder la esencia del sacrificio divino. Así como en cada pecado nuestro, recordamos los dolores que llevaron al Señor hasta el patíbulo. Somos Semana Santa todo el año, cada vez que nos miramos a nosotros mismos; y gloria de Dios cada día que comulgamos. Somos olvidadizos, despistados, y tendemos a estancar cada época litúrgica. Ansiamos la llegada de la Navidad, la Cuaresma, la Semana Santa, la Pascua… Vivimos cada momento como mejor podemos, pero pasa y la dejamos de lado. Cada día de nuestra vida, con cada uno de nuestros actos, revivimos la Gloria o la Pasión de Dios, porque lo que sucedió hace veinte siglos no volverá a suceder. La Redención ya fue. Pero tenemos la capacidad de hacerlo una y otra vez en el corazón, con nuestra intención, con cada sacramento vivido a nuestra disposición para ser más Jesús y menos nosotros.

Es propio de la naturaleza humana ser más dramáticos que lo contrario y se nos da mejor vivir la Semana Santa que otras celebraciones. Ver el sacrificio de los pasos y sus cofrades, darnos cuenta de nuestra pequeñez, las traiciones, la cicatería de nuestro amor pequeñito, tantas veces interesado. Propósitos de enmienda, propósitos de ser más hijos de Dios, y pedir perdón por lo que fuimos, por lo que somos. Pensar que nunca más volveremos a irnos lejos de la casa del Padre. Pero todo ese dolor y esos propósitos de nada sirven si no están pasados por la gracia de Dios.

Son lentas y oscuras las horas del Sábado Santo. Esperamos la luz alumbradora del Domingo de Resurrección, el día magno, el que da sentido a todo lo demás, no por otra razón el domingo es el Día del Señor, el día de reunirnos con El, de participar de sus misterios y su ministerio de sacerdote eterno. Es el primer día de la semana para llegar hasta el final con la fuerza de la vocación que nos hace hijos de Dios. Podemos orar con Benedicto XVI, en el Vía Crucis de 2010, quien acierta a decir que «en el silencio que envuelve el Sábado Santo, embargados por el amor ilimitado de Dios, vivimos en la espera del alba del tercer día, el alba del triunfo del amor de Dios, el alba de la luz que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las dificultades, el sufrimiento. La esperanza ilumina nuestros fracasos, nuestras desilusiones, nuestras amarguras, que parecen marcar el desplome de todo».

Solo nos quedan unas horas para poder decir con alegría, con orgullo, con la esperanza henchida: ¡Aleluya!

La pasión del Señor (Palabra) Luis De La Palma. Se ha dicho de este libro que es una joya inestimable, tan llena de sólida doctrina como jugosa devoción, porque no es solamente la exposición narrativa de unos hechos sucedidos hace dos mil años. Está plenamente conseguida la intención del autor: pasar al interior del Corazón de Cristo Nuestro Señor y considerar sus tristezas y congojas y las causas y motivos de ellas.

Crucifixión (Sekotia) Luis Antequera. La crucifixión de Jesús de Nazaret es uno de los eventos más importantes en la historia de la humanidad, siendo la Pasión el pasaje de la vida de Jesús más referido por los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Este libro profundiza en la narrativa histórica y teológica de este acontecimiento crucial, examinando los entornos político, religioso y social de la época.

Jesús resucitado según los relatos pascuales (EVAT) Armando Noguez Alcántara. La obra aborda la propuesta evangelizadora de los relatos pascuales desde tres perspectivas básicas: Narraciones que organizan los acontecimientos de la Pascua. Interpretaciones de la historia pascual de los discípulos de Jesús y de los textos que se elaboraron. Mensaje evangelizador dirigido a las comunidades cristianas para animar y orientar sobre que Jesús efectivamente resucitó.