Si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe pero hay algo mucho peor: el cristianismo sería una moral, que hay muchas, alguna incluso buena, y no una metafísica, es decir, sería algo tirando a coñazo, una monserga que los inteligentes, con toda razón, valorarían en su justo punto: el que te lleve a cambiar de opinión pero no a cambiar de vida. Sobre todo: una moral no puede dar sentido a la vida si la vida no tiene sentido. Ya saben: si Dios no existe, ¿por qué ser bueno?

El Domingo de Resurrección significa justo lo contrario. Al menos, implica dos cosas. En primer lugar, el ser y el bien son una misma cosa. Esto es de Santo Tomás de Aquino: el mal no es lo contrario al bien como el demonio no es lo contrario de Dios sino una criatura más, salida libre de las manos del Creador y que optó por el mal. Es más, el mal no existe, no es otra cosa que la ausencia de bien, idea que el Aquinate lanzó contra el maniqueísmo, una de las grandes constantes de la historia. 

La Iglesia actual está llamada a convertirse en la antítesis del puritanismo y del tedio. Lo católico entusiasma porque siempre vence. Eso sí, vamos de derrota en derrota hasta la victoria final

Pero la Resurrección significa algo más: supone que el cristianismo no es un qué sino un quién. Es otra forma de decir lo mismo: que Dios es amor. Así que sólo nos queda una tarea pendiente: la alegría.

Domingo de Resurrección es otro momento idóneo para la Iglesia actual, que está llamada a convertirse en la antítesis del puritanismo y del tedio. El católico no puede ser puritano porque no trata de ser perfecto sino de mejorar cada día y porque sabe que... puede salir del sepulcro. Así, lo católico entusiasma porque siempre vence. Eso sí, vamos de derrota en derrota hasta la victoria final. 

Y recuerden: Cristo Resucitado no nos juzgará por nuestras victorias sino por muestra cicatrices. El Dios-Hombre tiene unas cuantas. Y gracias a ellas, la vida es eso que viene después de la muerte.

Por resumir: de Jesucristo no sólo nos queda una enseñanza: nos queda una presencia. De Cristo no se habla: con Cristo se habla... porque el ser y el bien son una misma cosa y porque el cristianismo no es un qué sino un quién. Con todo ello, lo natural en el cristiano es la alegría.