La llegada inminente de un nuevo día de Todos los Santos y los difuntos, nos da la alternativa para tomarnos un alto en el camino. Desgraciadamente, la sociedad frivolizada, materialista e intrascendente, prefiere no mirar más allá de su propia vida en estos días y que debiera llevarles precisamente a quienes les han precedido y que desde sus tumbas les hablan de un final real e inmutable como es la muerte.

La fiesta de Todos los Santos es una fiesta grande y alegre, que reúne a toda la Iglesia para celebrar a tantos hombres y mujeres de todas las edades y estado social, que han alcanzado la santidad, es decir, estar acogidos en el seno de Dios Padre. Son las personas que recorrieron el camino de la vida en la que todavía estamos nosotros, con sus defectos, éxitos, pecados, virtudes y caídas, pero que supieron ponerse en pie y seguir de frente hacia adelante. Personas que pasaron junto a nosotros, que quizá no llamaron la atención, ni hicieron grandes obras de santidad pero que como decía santa Teresita de Lisieux por carta a una compañera suya: «Los grandes santos han hecho grandes obras de Dios, pero yo que soy una alma pequeñita, trabajo solo por complacerle». De esos santos se trata este día, de los que trabajaron por complacerle, aunque seguramente lo hacían sin darse cuenta, porque lo hacían por los suyos -el marido, la mujer, los hijos, sus padres, el compañero de oficina, un vecino o un amigo-.

Decía santa Teresita de Lisieux, que «los grandes santos han hecho grandes obras de Dios, pero yo que soy una alma pequeñita, trabajo solo por complacerle». De esos santos se trata este día, de los que trabajaron por complacerle, aunque seguramente lo hacían sin darse cuenta, porque lo hacían por los suyos 

Hay otra realidad que no descubriremos hasta el día de nuestra muerte: ver con claridad diáfana a las almas que pasaron a nuestro lado y les hicimos un bien espiritual, material o moral sin darnos cuenta, y de cómo aquel acto influyó en su vida para su propia salvación. Se trata de los planes de Dios a pesar nuestro. El día de todos los Santos es esto: el día que celebramos a nuestros seres queridos, conocidos o no, que abrieron camino en nuestras vidas y a los que deberíamos estar eternamente agradecidos.

Pero también celebramos a todos los difuntos. Lo hacemos con la esperanza de que ninguno haya ido al infierno, aunque sería de tontos pensar que eso no sucediera -y es que hay muchos que lo piensan, quizá interesadamente-. Santa Teresa de Ávila, a la que se le concedió una visión del Infierno, dejó escrito que: «Vi almas que caían al Infierno como hojas que caen en el otoño». De esas, de las condenadas, nada podemos hacer ya, pero sí por las que están en el purgatorio. Lo podemos todo porque ellas no pueden nada, solo albergan la esperanza de que un día llegarán a Dios y de que nosotros podamos ayudarles desde nuestras vidas, por las que sí somos merecedores de gracias para sí y los demás. Almas, muchas de ellas abandonadas por sus seres queridos a las que consideran que no son más que expedientes archivados para la historia. Posiblemente solo necesitarán una generación para no recordarles tan siquiera ni el nombre del cementerio donde se les enterró. Por todas, especialmente por esas, se destina el Día de los Difuntos, como acto de caridad suprema de la Iglesia por sus hijos purgantes.

A Santa Teresa de Ávila, a la que se le concedió una visión del Infierno, dejó escrito que: «Vi almas que caían al Infierno como hojas que caen en el otoño». De esas, de las condenadas, nada podemos hacer ya, pero sí por las que están en el purgatorio

Sin embargo, la sociedad hedonista prefiere ver a sus muertos como un juego de terror divertido, un pasatiempo para niños donde los caramelos, los sustos tontos y los disfraces de princesas degolladas son lo más cool de la noche. Son los zombis y la noche de Halloween, cuyos posmodernistas dicen que prefieren lo festivo a la oscuridad tremendista que les hace creer la Iglesia católica. Claro, es normal que se prefiera creer en eso -lógicamente desde la ignorancia-, mientras el aborto y la eutanasia campen a sus anchas, ¡bastantes muertos tienen ya! Tarde o temprano veremos la muerte de cerca cuando les toque a nuestros seres queridos, o muy de cerca, cuando estemos en la antesala de nuestra propia muerte. Dicen que se ve todo muy distinto… ¡Eso dicen!

La ola globalista anglosajona, descreída y luterana se apodera año tras año de nuestras costumbres más profundas, hundidas en la fe, que nos permiten discernir el hoy del mañana, frente al carpe diem nihilista parcheando nuestra existencia, malgastando las oportunidades que se nos brindan todos los días para ver en ella que no estamos solos.

Es normal que se prefiera creer en Halloween -lo festivo- mientras el aborto y la eutanasia campan a sus anchas, ¡bastantes muertos tienen ya! 

Soy partidario de que Occidente en general es tierra de misiones y España en particular. La Iglesia, los obispos y la Conferencia Episcopal, debiera mover ficha en la dirección que les corresponde difundiendo el evangelio, catequizando desde los ambones, trabajando duramente en un mundo hostil para dios y los suyos para recuperar a la feligresía con semanas de antelación y doctrina clara sobre los pilares de nuestra fe. Es urgente decir que los Santos es una fiesta de alegría a la que nos debemos; que la Navidad va más lejos que guisos caros, regalos desbordantes y consumo desorbitado, o al menos explicar que todo eso está propiciado por el sentido sobrenatural de la celebración por la llegada del Hijo de Dios; que la Semana Santa no son unos días dedicados solo a la playa, a hacer turismo o ver procesiones porque molan;  que la Pascua de Resurrección es lo que da sentido a toda nuestra vida de cristianos y que sin ella solo seríamos lo más parecido a un secta, como sucede con tantas otras creencias humanas.

Si las costumbres cristianas se vacían de fundamentos de fe, ocurre lo que le pasaba a Groucho Marx: «Estos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros», es decir, estas son mis costumbres. Si no le gustan... tengo otras. Nuestros feligreses están siendo vaciados de los ladrillos del día a día con los que construir una vida sólida de fe. A cambio, la sociedad rellena la vida de nuestros hijos con escombros polvorientos. Que cada uno haga lo que pueda y celebre Todos los Santos como Dios le dé a entender, y su conciencia se lo permita.

Si las costumbres cristianas se vacían de fundamentos de fe, ocurre lo que le pasaba a Groucho Marx: «Estos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros»

Creo. El credo contado a los niños (Bendita María) de Jesús Cortés Pendón. Un libro imprescindible para padres (y madres), profesores y ¡catequistas!, porque el Credo es nuestra profesión de fe. Hoy es vital pasar la fe a la próxima generación y qué mejor manera para pasar la fe que contar la acción de Dios en la propia historia. ¿Por qué creo en Dios? ¿Por qué creo en Jesucristo? ¿Quién es el Espíritu Santo?

Tratado sobre las almas errantes (Sekotia) de José Antonio Fortea. Acaba de salir a la calle el último libro de la colección Fortineana Opera Daemoniaca que trata precisamente sobre un tema polémico, pues hay teólogos que sostienen que un alma no puede estar fuera del cielo, el purgatorio o el infierno. Sin embargo, Fortea y otros exorcistas sostienen que hay almas que vagan y llegan incluso a poseer a personas que a diferencia de los demonios, estas vienen a dar avisos. Un libro que puedo asegurarles que les sobrecogerá.

Cielo e infierno: verdades de Dios (Libros Libres) de María Vallejo-Nágera. La autora, inagotable investigadora católica, nos descubre, con sorprendente facilidad, todo lo que el catolicismo explica al respecto, incluyendo testimonios sobrecogedores de personas que han sobrevivido para relatarnos lo que experimentaron sobre «el más allá». Un estudio que no deja indiferente a cualquiera, capaz de sacar lo mejor de nosotros mismos y de plantearnos muchos de los interrogantes que en algún momento hemos pensado.