Por su interés publicamos este artículo de Pablo Benavides sobre la siempre mal comprendida festividad de Cristo Rey.
Cristo Rey y la memoria de la Iglesia: cuando una verdad necesita volver a brillar
A lo largo de la historia, la Iglesia ha considerado necesario subrayar ciertas verdades de fe que, con el paso del tiempo, corrían el riesgo de quedar oscurecidas en la conciencia de los fieles. Cuando un dogma central se difumina o comienza a entenderse de forma parcial, la Iglesia responde iluminando de nuevo esa verdad desde la liturgia, instaurando celebraciones o desarrollando devociones que ayuden a fijar la mirada en lo esencial.
Un ejemplo paradigmático es la fiesta del Corpus Christi. Aunque la institución de la Eucaristía se celebra cada Jueves Santo -cuya liturgia culmina en la adoración eucarística-, en el siglo XIII la Iglesia juzgó necesario establecer una solemnidad específica para alabar y adorar la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Santo Tomás de Aquino compuso para esta ocasión una de las liturgias más bellas de la tradición. La fiesta nació para reactivar en el corazón del pueblo cristiano una verdad que corría el riesgo de ser olvidada o malinterpretada.
Algo semejante ha ocurrido con la afirmación central del cristianismo: Jesús es el Señor. Durante siglos, esta proclamación —tan frecuente en la Escritura y en la liturgia— tenía un significado evidente para cualquier cristiano, puesto que todos ellos vivían en sociedades estructuradas en torno a señores y vasallos. Decir que Jesús es el Señor significaba reconocer su soberanía sobre todos los poderes humanos. Cristo es el Rey de reyes y Señor de señores, y los gobernantes de la tierra no son más que vasallos suyos. De ahí que todo el orden social estuviera llamado a configurarse según el Evangelio: esta era la idea central de la Cristiandad.
Decir que Jesús es el Señor significaba reconocer su soberanía sobre todos los poderes humanos. Cristo es el Rey de reyes y Señor de señores, y los gobernantes de la tierra no son más que vasallos suyos
Sin embargo, a partir de la Edad Moderna esta verdad se fue debilitando en la vida pública. Fue entonces cuando el Señor, frente al rigorismo jansenista —que oscurecía la misericordia divina—, se manifestó a Santa Margarita María de Alacoque como el Sagrado Corazón. En estas revelaciones, Cristo subraya su amor ardiente y misericordioso y revela la grandeza del reinado de su Corazón, un reinado que se fundamenta precisamente en ese amor de su corazón humano. El Sagrado Corazón pidió incluso a Margarita que trasladara al rey de Francia la petición de que el reino fuera consagrado a su Sagrado Corazón; el rey no atendió esta petición, y un siglo más tarde, su nieto Luis XVI murió en la guillotina.
Pocos años más tarde, el beato Bernardo de Hoyos, en Valladolid, recibe también la revelación del Sagrado Corazón y la promesa de que Cristo reinará en España de un modo especial. Así, la devoción al Sagrado Corazón aparece íntimamente unida al reconocimiento de Cristo Rey: su soberanía se ejerce desde el amor y reclama no solo corazones individuales, sino pueblos enteros.
Con el avance del liberalismo en el siglo XIX y la progresiva apostasía de las naciones que habían sido cristianas, el reconocimiento del señorío de Cristo en la vida pública se fue diluyendo casi por completo. Ante esta situación, en 1925, el papa Pío XI instituyó la fiesta de Cristo Rey mediante la encíclica Quas primas. Su objetivo era recordar una verdad que la sociedad moderna estaba olvidando y que hoy más que nunca debemos recordar: que Cristo es Rey de reyes y Señor de señores, que toda autoridad humana depende de Él, que las sociedades deben regirse por la ley de Dios y que el deber de honrar a este Rey no sólo corresponde a los fieles, sino a las autoridades públicas.
Los cristeros en México y nuestros mártires de la Guerra Civil murieron al grito de Cristo Rey, no como una verdad de fe privada, sino como una declaración política que Pío XI había resumido así: «si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia».
Ningún poder -ningún gobierno democrático- puede erigirse en fuente última del bien y del mal, porque esa fuente es Dios. El reinado de Cristo no se reduce al ámbito íntimo de la conciencia, como subraya la devoción al Sagrado Corazón, sino que se extiende también a la vida social, cultural y política. Cristo debe reinar en los corazones, sí, pero también en las familias, en las leyes, en los gobiernos y en las naciones.
Los cristeros en México y nuestros mártires de la Guerra Civil murieron al grito de Cristo Rey, no como una verdad de fe privada, sino como una declaración política que Pío XI había resumido así: «si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia»
En esta fiesta de Cristo Rey, en el centenario de la Quas Primas, debemos recordar esta verdad de fe: decir que Cristo es el Señor no es una fórmula pía más, debe ser vivida como una realidad jurídica y política. Debemos ajustar nuestras vidas a su soberanía en el plano personal -porque Cristo quiere reinar en nuestros corazones-, pero también en el plano social -porque Cristo quiere reinar en nuestra sociedad-. Aunque tal vez no podamos transformar de inmediato el entorno político en el que vivimos, ello no nos exime del deber de guardar, transmitir y defender esta verdad de fe, al menos en el plano doctrinal.
Debemos tomar consciencia de que Dios ha prometido que reinará, así lo enseñaron los Padres de la Iglesia. Así lo pedimos en cada Padrenuestro, ¡venga a nosotros tu reino! Sabemos que cuando estemos al borde de la instauración de ese reino que Cristo vino a traer, la mayoría no lo esperará, porque Cristo mismo se preguntó si a su regreso, habría fe en la Tierra.
La semana que viene comienza el Adviento, y volveremos a poner los belenes. Que no nos ocurra como a tantas de esas figurillas, distraídas, que estaban “a por uvas” cuando el Salvador nació de María Santísima. Que al llegar Él, nos encuentre velando, creyendo y esperando a nuestro Rey y Señor, Jesucristo.










