Giorgia Meloni, Mateusz Morawiecki y Víctor Orban
Aunque cueste admitirlo -lo sé, cuesta- de vez en cuando los poderosos piensan. Por eso, decíamos ayer, que los grandes bancos, y un buen puñado de grandes empresas españolas empiezan a distanciarse de la más que majadera ideología de género.
Hasta ahora, los grandes empresarios han tragado con todo y, con ese entusiasmo tonto del pudiente, no sólo han aceptado, sino que han promocionado las excentricidades del feminismo, la radicalidad de la homosexualidad... pero cuando ha llegado el mundo trans, ha prorrumpido en un: hasta aquí hemos llegado.
Un banquero español resumía el mundo trans como “aprendices de brujos” que no sabemos dónde nos llevan y un banquero hablaba de “bomba de relojería”, mientras el patrón de normalidad institucional, el Gobierno del narcisista Pedro Sánchez, aún Gobierno en funciones, finaliza a legislatura defendiendo su ley trans sin dar marcha atrás, como hizo con la ley de libertad sexual o del ‘sólo el sí es sí’, de la que ahora abomina hasta Yolandísima.
Pues bien, en Europa se está dando un proceso paralelo, aunque mucho más rápido y más racional. Quiero decir, razonado. De la mano de la italiana Giorgia Meloni, del polaco Mateo Morawiecki y del húngaro Viktor Orban, lo cristiano, es decir, la raíz misma de Europa, que no es otra que el cristianismo, una ideología en la que el hombre es sagrado porque es hijo de Dios, y que ama la vida humana porque está llamada a la plenitud, ha dejado de ser ultra.
Bueno, al menos lo está dejando de ser. El próximo Parlamento Europeo que saldrá de las elecciones de 2024 puede ser muy distinto del actual, si el sentido común que están imponiendo Italia, Polonia y Hungría -los ultra- acaba por regresar a las instituciones europeas.
Además, otro motivo de esperanza en la recristianización de Europa es la retirada del premier holandés, el sinuoso Mark Rutte -¡Márchese en buena hora!-. Además de enemigo jurado de todo lo español, como buen heredero de la Holanda agresívamente protestante, era un ferviente seguidor de ese capitalismo miserable que considera al hombre como un engranaje del sistema productivo guiado por la ley de bronce de los salarios y a la familia como una unidad de producción al servicio de la gran empresa.
Insisto en la raya roja que ha traspasado la atrabiliaria progresía continental en ambas orillas del Atlántico, al constituirse en defensora de la ideología de género, que nos ha regido durante casi una década y que representa uno de los fenómenos más venenosos que ha padecido la civilización occidental. Es decir, la combinación de Jerusalén, Atenas y Roma.
El punto de inflexión está siendo, como casi siempre, de índole visual, casi artístico: es decir, la filosofía woke no remite por una profunda, o somera, reflexión sobre el mundo trans, sino cuando se contempla a una determinada nadadora que gana muchas medallas utilizando su presunta condición femenina para aplastar con ventaja a sus rivales, o cuando se nos cuenta que no sé que violador, tras autopercibirse mujer, fue enviado a una cárcel de mujeres y ha aprovechado la situación para seguir violando. Es entonces cuando, no la conciencia, sino el estómago, pronuncia el socorrido “hasta aquí hemos llegado”.
Es cierto que, en el entretanto, mientras el cambio se consuma, muchos se quedarán en el camino pero, al menos, empiezo a vislumbrar que Europa despierta.
Por de pronto, el cristianismo está perdiendo su condición de ultraderecha, preámbulo de la recuperación de la ley natural, la familia natural y el hombre natural.
Por el momento, sólo es una esperanza para salir de la pesadilla de la ideología de género pero la esperanza es la antesala del cambio.