Nada hay más calenturiento que la blasfemia ni nada más irracional que la calumnia. Hoy jueves 22 de julio, celebramos la fiesta litúrgica de Santa María Magdalena. Algunos, como el mentecato de Dan Brown, no saben de su existencia por el Evangelio pero les sirve para escenificar a una prostituta -en el siglo XXI mujer liberada- que, naturalmente, fue amante de Cristo y probablemente, madre de todo el colegio apostólico. Sí, la blasfemia suele resultar tan calumniosa como estúpida.

Naturalmente, todo ello incurso en historia lunática que, para ser desmentida, no precisa de teólogos ni de hagiógrafos, sino de algún aficionado a la historia para niños, que con eso basta.

No sabemos mucho de la verdadera María Magdalena, porque en el Evangelio intervienen muchas marías y no está claro cuántas. Pero María de Magdala posee una identificación inequívoca, en dos hechos: la crucifixión y la resurrección. Y ahí es donde se revela lo que podemos afirmar sobre ella sin temor a error: una lealtad en el fracaso, que es cuando hay que ser leal, y una capacidad de amar que sabe conocer más allá de lo que ven sus ojos. No distingue el físico del cuerpo resucitado, glorioso, de Cristo pero sí le reconoce por su presencia. El amor no deja de ser eso que proporciona visión al ciego.

Una santa que viene como anillo al dedo a nuestra época, donde la lealtad es mercancía escasa y hasta extraña. Sobre todo, la lealtad con el fracasado.