El niño de los recados de la Virgen. Ilustración de Tina Walls
No era largo el camino, pues en tres horas se llegaba a Caná desde Nazaret y hasta en ese tiempo se le podía dar un descanso largo al borriquillo. Todo fue muy improvisado y María tuvo que preparar a toda prisa la ropa adecuada para esa ocasión. Fue su hijo el que de repente había decido asistir a las fiestas de aquella boda cuando se lo propuso Jonatan, al recoger una mesa que le había hecho Jesús.
Ana, la mujer de Jonatan, lo tenía todo preparado, pero a última hora unos cuantos invitados habían excusado su asistencia, y por eso Jonatan le había rogado a Jesús que fuera a Caná con su madre, para tapar un poco el vacío de los invitados ausentes. Todo se arregló en cuestión de días, y por fin cerraron el taller, encargaron a unos vecinos que echaran de comer a las gallinas durante su ausencia y se pusieron en camino.
En la boda de Caná todo discurrió con normalidad, hasta que faltó el vino. Sin embargo, los anfitriones de la celebración tenían otro problema, ajeno a la boda. Por eso, al presenciar lo que había sucedido en la bodega con las tinajas llenas de agua, la madre de la novia vio en aquel milagro un rayo de esperanza para liberarse del peso que oprimía su alma; la preocupación no se había alejado de su cabeza ni un momento, a pesar de la boda de su hija, pues bien sabía ella que en cualquier instante podían comunicarle que se había muerto.
Elías llevaba tantos años cuidando el rebaño de su casa y era tan bueno que se le consideraba uno más de la familia, y por eso le daba tanta pena sentir cercana la muerte de persona tan querida. Siendo joven tuvo que trabajar durante años en condiciones inhumanas y por eso huyó de Belén lo más lejos que pudo, cruzó toda Palestina de Sur a Norte, se quedó en Caná y llegó a un acuerdo con Jonatan para cuidar su rebaño.
Y en estas estaba, cuando Ana cruzó su mirada con la madre de Jesús, y al instante ya todo fueron facilidades para manifestarle su preocupación. Le contó a María la grave enfermedad de su pastor y cuando María oyó su nombre y que procedía de Belén, se dio cuenta de quién se trataba y al momento le hizo una seña a su hijo, que de inmediato se disculpó con los que le escuchaban, para atenderla
Pero Ana no tenía suficiente confianza con ellos, ni con Jesús ni con María, porque eran invitados de última hora y solo les había visto por primera vez cuando llegaron para asistir a la boda. Además, le daba vergüenza acercarse a él, porque en su entorno siempre había un corro de hombres que le escuchaban atentamente.
Y en estas estaba, cuando Ana cruzó su mirada con la de la madre de Jesús, y al instante ya todo fueron facilidades para manifestarle su preocupación. Le contó a María la grave enfermedad de su pastor y cuando María oyó su nombre y que procedía de Belén, se dio cuenta de quién se trataba y al momento le hizo una seña a su hijo, que de inmediato se disculpó con los que le escuchaban, para atenderla.
—Resulta increíble, pero me acabo de enterar de que el “niño” está en esta casa y que se está muriendo… ¡Tienes que hacer algo! —le dijo a su hijo, con gesto de urgencia.
Bien sabía Jesús quien era el “niño", del que tantas veces había oído hablar a sus padres, y del que no habían vuelto a saber nada desde la noche en que salieron a toda prisa hacia Egipto.
Cuando le conocieron estaba a punto de cumplir los ocho años. Coincidieron con él por primera vez un día, cuando el sol estaba en lo más alto, y habían parado en la sombra de un árbol frondoso, casi a la entrada de Belén.
El edicto de César Augusto había llenado el camino con mucha gente que caminaba en las dos direcciones; unos que iban a Belén para cumplir con lo ordenado y otros, que volvían a sus aldeas porque ya se habían empadronado.
Y bajo aquel mismo árbol también se detuvo el “niño", que volvía a su casa después de cuidar el rebaño de su padre durante toda la noche. Se sentó para descansar y comer unos dulces que llevaba en el zurrón. Le llamó la atención el porte de María, que indicaba que el parto iba a ser inminente. El “niño" la observaba una y otra vez, porque a diferencia de sus vecinas en esas mismas circunstancias, su cara no estaba hinchada y tenía una belleza que atraía la mirada.
Mientras comía los dulces, sentado cerca de ellos, podía escuchar su conversación, a pesar de que José y María hablaban bajito. Fue así como se enteró de que tenían la intención de alojarse en la posada. Y bien sabía él que aquel era un lugar inadecuado por lo que se avecinaba, y que por lo tanto en la posada no había sitio para ellos.
Todos los días el pastorcillo iba a vender la leche de sus ovejas al posadero y, cada vez que entraba o salía de la posada, coincidía con viajeros que se daban media vuelta porque dentro de la posada no cabía un alma más. A lo sumo, el posadero podría dejarles pasar un par de noches en el gran patio interior, donde muchas familias se refugiaban bajo sus arcadas, sin la mínima intimidad, por lo que allí no podía alojarse ninguna mujer a punto de dar a luz.
Por eso, al darse cuenta de la situación, pidió permiso para meterse en la conversación, les contó cómo estaba la posada y les ofreció una solución. Sus padres tenían un pequeño campo en las afueras de Belén, junto a una ladera en la que habían excavado hace tiempo una cueva, que se había quedado pequeña porque el rebaño de ovejas y cabras había crecido.
María con la ayuda de su marido volvió a subirse al borrico y atravesó toda la aldea, precedida de José y el “niño”, que marchaban a pie. El establo estaba sucio como lo que era, un lugar propio para los animales. El pastorcillo ayudó a José a limpiarlo, porque María se quedó sentada descansando
En aquella cueva ahora solo había un buey, muy manso, y les dijo que atado al pesebre no les daría ningún problema. En el ofrecimiento de aquel establo, José vio la providencia de Dios, para que allí naciera el Redentor del mundo y le pidió que les guiase hasta aquella gruta.
María con la ayuda de su marido volvió a subirse al borrico y atravesó toda la aldea, precedida de José y el “niño”, que marchaban a pie. El establo estaba sucio como lo que era, un lugar propio para los animales. El pastorcillo ayudó a José a limpiarlo, porque María se quedó sentada descansando.
Ataron al borrico junto al buey, que compartieron el mismo comedero, porque el otro pesebre que quedó libre lo adecentaron para que sirviera de cuna. Quitaron las telarañas y el estiércol de la parte del establo que iban a utilizar y encendieron una hoguera con palos que el “niño” recogió por la ladera de la gruta. Y cuando ya estuvo todo listo y se disponía a marchar, María le pidió un último favor:
—¡Oye “niño”, ¿querrás hacerme un recado?
—Todos los que hagan falta, —respondió como un muelle el pastorcillo.
—¿Podrías traernos un poco de agua del regato que hemos cruzado al venir?
Y como el arroyo no estaba muy lejos, en cuestión de cinco minutos el niño ya estaba de vuelta con lo que se le había pedido, porque fue y vino corriendo, para no tardar. Miró a los dos y se despidió con una pregunta:
—¿Puedo venir mañana, por si hay que hacer algún recado?
María asintió con la cabeza y le pidió que se acercara, se fijó en él queriéndole con la mirada y le dio un beso en la frente.
El “niño” se fue a toda prisa a su casa para recoger lo necesario, porque aquella noche tenía que cuidar sus ovejas y le tocaba, además, vigilar los rebaños de tres de sus vecinos, precisamente no muy lejos de la gruta donde había dejado a aquella mujer, que le había dado un beso en la frente por hacerle un recado.
Estaban con él otros "pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre".
Al oír esto, al pastorcillo no le cabía ninguna duda de dónde estaba ese pesebre y ese niño envuelto en pañales. Y emocionado les contó a sus compañeros que él mismo había ayudado a José a acondicionar el pesebre para asemejarlo lo más posible a una cuna. Por eso no hizo falta que el ángel dijera a los pastores el sitio exacto donde estaba el Mesías; para eso ya estaba él, para indicarles el camino de la gruta de su padre, que se la había prestado a aquel matrimonio, que no pudo alojarse en la posada, porque aquel no era sitio para ellos.
Cuando llegaron, los pastores entregaron como regalo algo de las pocas cosas que tenían y adoraron al Niño Dios. Y María le volvió a pedir al "niño" que se acercara, y le dio otro beso en la frente por haber hecho el recado de enseñar a sus amigos el camino hacia Jesús.
El pastorcillo se presentó poco después de amanecer y volvió a ir a la gruta todos los días para hacer los recados de la Virgen. Y a partir del segundo día ya no hizo falta que María le pidiera que se acercara, lo hacía él sin que ella se lo pidiera, porque sabía que María siempre le pagaba con un beso en la frente por cada recado
El pastorcillo se presentó poco después de amanecer y volvió a ir a la gruta todos los días para hacer los recados de la Virgen. Y a partir del segundo día ya no hizo falta que María le dijera que se acercara, lo hacía él sin que ella se lo pidiera, porque sabía que María siempre le pagaba con un beso en la frente por cada recado.
Fueron tantos los recados que hizo a María, que cogieron una gran confianza, hasta el punto de que una noche José le comunicó en secreto que tenían que huir a Egipto y, al despedirse, le dio como recuerdo un sonajero que le había hecho a su hijo con unas maderas. El pastorcillo nunca se desprendió de aquel sonajero, pues tenía intención de entregárselo a Jesús cuando se manifestase como Mesías, ya que nunca jamás había dudado de que algún día se volverían a encontrar.
Después de despedirse de los tres, el pastorcillo pasó unos años muy malos, pues en su aldea de Belén culparon a los pastores de desatar las iras de Herodes, por decir que el Mesías había nacido y estaba en Belén. Por si esto fuera poco, la consulta de los Sabios de Oriente no hizo sino confirmar lo que decían los pastores y, a continuación, Herodes mandó asesinar a los niños de Belén.
Tan mal le trataron sus vecinos, que cuando se hizo lo suficiente mayor se marchó de Belén. Fue dando tumbos, hasta que consiguió que le acogieran como pastor en aquella casa donde ahora se celebraba la boda de la hija mayor.
Cuando Jesús y María entraron en la habitación, el pastor de Jonatan ya no podía hablar porque estaba agonizando, pero cuando sintió su presencia, abrió los ojos y reconoció a aquella mujer que siempre le daba un beso en la frente, cuando le hacía un recado.
Entonces, extendió su brazo hacia ella y le mostró el sonajero que en su día le había regalado José. Lo cogió María y se lo dio a Jesús, que se lo volvió a poner en su mano al pastor y le dijo:
—No te voy a curar, porque pronto estaremos los tres juntos en el Cielo por toda la eternidad, y como en el Cielo a mi Madre se le multiplicarán sus quehaceres, te va a necesitar siempre a su lado para que seas su “niño” de los recados.
Y al oír a Jesús, el pastor asintió con la mirada, se inundó de paz su rostro y cerró los ojos. Y entonces María se inclinó sobre su frente, y le dio un beso envuelto con sus lágrimas...
Y para acabar, queridos lectores, desearos una feliz y santa Navidad. Que las bendiciones del Niño Jesús arropen vuestros hogares.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea la Universidad de Alcalá