Sr. Director:
En toda familia, ciudad o nación existen tradiciones fuertemente arraigadas y de sabor popular: noticias, composiciones literarias, ritos, ceremonias religiosas, costumbres transmitidas de generación en generación, muchas veces en pequeños pueblos o familias conservadas y transmitidas de padres a hijos. Centrándonos a nivel nacional, podíamos enumerar banderas, himnos, monumentos, ceremonias, etc. que el paso de los años no ha hecho sino realzar su carácter de tradición fijada por una historia antecedente. Por ello, cabría asentir que una parte importante del alma de una nación la constituye la tradición.
En palabras de Vázquez de Mella se podría afirmar que “la tradición es el progreso hereditario; y el progreso, si no es hereditario, no es progreso social. Una generación, si es heredera de las anteriores, que le transmiten por tradición hereditaria lo que han recibido, puede recogerla y hacer lo que hacen los buenos herederos: aumentarla y perfeccionarla, para comunicarla mejorada a sus sucesores. Puede también malbaratar la herencia o repudiarla. En este caso, llega la miseria o una ruina; y si ha edificado algo, destruyendo lo anterior, no tiene derecho a que la generación siguiente, desheredada del patrimonio deshecho, acepte el suyo”. No es éste el criterio seguido en los tiempos que corren, especialmente influenciados por la política y por los políticos. Hay como un desmedido afán por destruir el pasado, que no es simple olvido, sino la pretensión de hacer tabla rasa de todo lo anterior.
Existe como una generación amotinada y selvática dirigida particularmente contra todas las tradiciones y costumbres de carácter religioso y eso suena, lamentablemente, a la tan manida e intencionada frase de que la religión es el opio del pueblo. Es necesario sublevarse contra esta nefasta actitud rebelde y a la vez creacionista de nuevas modas sin sentido y propulsar e impeler las inspiradas y auténticas tradiciones heredadas de nuestros antepasados