Sr. Director:
“Ame mucho a los que la contradicen y no la aman, porque en eso se engendra amor en el pecho donde no le hay, como hace Dios con nosotros, que nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene”. Fueron, tal vez, las últimas palabras que escribiera San Juan de la Cruz desde la que fue su última morada y últimas horas de vida en la tierra en el Convento de Carmelitas Descalzos de Úbeda (Jaén). Pero allí comenzó para él la vida eterna y el reconocimiento de la santidad de todo su quehacer divino y de todo el sufrimiento humano que supo transformar en un padecer a lo divino. Recorrer las salas de este convento convertido ahora parcialmente en un espléndido museo, y, sobre todo, rezar en el oratorio-basílica ante la urna que contiene, como preciada reliquia, parte de su cuerpo como testimonio vivo de su presencia, es como transformarse en un personaje más del siglo XVI y escuchar y sublimar sus palabras, porque aquí todo habla de su existir, de su ir y venir por trochas y caminos predicando a lo divino: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y, yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura”. Hoy todavía se pueden escuchar las campanas de la cercana iglesia de El Salvador a las doce de la noche, hora en la que el “medio fraile”, como le denominaba Santa Teresa por la pequeñez de su figura humana, se fue a cantar maitines al cielo en unión de los coros angélicos, de la Virgen del Carmen y de todos los santos. “A la tarde te examinarán en el amor”, había escrito, pero su examen fue instantáneo porque toda su existencia fue un vivir y un predicar el Amor de Dios y el Amor a Dios.