Sr. Director: “Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse” (CEC 2267), la Iglesia reconoce que no es absolutamente necesaria la pena de muerte y, a cambio, ofrecer una opción de arrepentimiento y rectificación de la conducta futura. Para que esto llegase a ser una realidad en el derecho de la mayoría de las naciones fue precisa una lucha enconada por parte de determinados movimientos ciudadanos. Pero ahora, el nuevo orden mundial (cabría denominarlo “desorden mundial”) está procurando un hecho paradójico: implantar la pena de muerte para los inocentes, es decir, los no nacidos y los enfermos graves.
Es una batalla tenaz que juega sagazmente con el diccionario: salud reproductiva, liberación de la mujer, muerte dulce y digna. Un vocabulario selecto y escogido para evitar la denominación dura y cruda: aborto y eutanasia. La pregunta surge espontánea y natural: ¿Y después a quién? ¿Qué grupo será el próximo objetivo de este desorden mundial? La mirada apunta a las familias de bien, preocupadas de la formación de sus hijos a fin de que crezcan en un ambiente libre, formativo, laborioso, alegre e intelectivo; porque no creo que la mirada la fijen en ese otro grupo que nos promete un futuro no productivo y lastrado por el sexo, la violencia y la droga.