Al leer ejercitamos el cerebro. Es un esfuerzo neuronal: como una gimnasia. Si no nos movemos el cuerpo se queda fofo. Si no leemos el cerebro se queda flácido. En las películas apenas hay ejercicio neuronal. Es básicamente pasividad. En los vídeos que nos llegan al wasap en cantidades, apenas hay más que información, interés por un asunto. Insisto, puede ser todo bueno, e incluso santo… Pero si nos quita de la lectura de un libro, es un daño.
La lectura refuerza mucho la capacidad de concentración. Viene bien, por lo tanto, para cualquier actividad intelectual. Y entendemos la importancia que tiene para los que deben estudiar: niños, jóvenes o mayores. Estudiar de verdad, profundizando en las cosas importantes. La lectura despierta nuestra imaginación. Nos da capacidad para captar lo bello. El libro nos deja un campo importante para la reflexión de cada uno. La película poco.
Leer es siempre un ejercicio activo de creación. Más aún: de recreación. De reanimación. Y esa acción por la que el texto se libera de las ataduras de la pura grafía es realización personalísima. Tanto que no hay dos lectores iguales (como no hay dos lecturas iguales). Es muy significativo como, en las tertulias literarias, donde ocho o diez personas han leído un mismo libro, se descubre, al hablar, que cada uno se ha fijado en aspectos distintos. Especialmente cuando es un libro profundo, una buena novela. Ahí se valora la riqueza de los clásicos.
La lectura nos permite conocernos mejor a nosotros mismos. Porque reflexionamos sobre los temas que aparecen. Tenemos tiempo y opción de deliberación. Por lo tanto, posibilidad de superación. En los libros vemos ejemplos y anti-ejemplos.
Pero ha venido el coronavirus, con toda su marabunta de engendros telemáticos y ha dañado de modo importante los buenos hábitos de no pocos lectores.